Realizó el
curso a satisfacción, recibiendo el diploma correspondiente y los
parabienes de rigor. Cuando llegó a casa se planteó donde colocar el
dichoso diploma, que no acreditaba precisamente unos altos estudios
de cualquier tipo sino unas maniobras administrativas en la semi
penumbra de un aula en el semisótano de Defensa. Si hubiera pasado por
su trabajo al finalizar el curso no habría tenido problema alguno en
archivarlo en el depósito sin fondo, de diplomas, que
albergaba su armarito personal, al fondo a la derecha. Pero estaba en
casa, con el papel en la mano, mirando alrededor donde demonios
situarlo, guardarlo, perderlo de vista.
Afortunadamente
Andrés disponía de unas reservas de desorden considerables, un desorden
pautado y bien cartografiado, al modo de los antiguos planisferios y
mapamundis que indicaban grandes áreas perdidas en Terra
Incognita. Así, Andrés, tenía repartidos estratégicamente por su casa
rinconcitos de Terra Incognita donde todo cabía y nada asomaba la
cabeza, por lo menos ningún negro de tribu bíblica o bitínica. Le andaba
echando el ojo a su rincón preferido para despistes
administrativos pero en el último instante antes de soltar el
papelillo, dudó. No supo muy bien por qué. Había practicado similar
operación muchas veces antes sin ningún remordimiento de acendrado
funcionario, pero esta vez, dada la índole del material insensible,
que forzosamente debería haberse tragado la oficina, no su casa, dudó.
Y lo dejó
encima del sofá pequeño, en un costadito donde no le estorbara. Pero
¡ay! ese dichoso papel adoptó modales de atractor y pronto,
insensiblemente, se fue haciendo acopio de diverso material de papelería
en ese costadito del sofá. Y eso le creaba un problema de desorden no
previsto a Andrés, pues esa no era, definitivamente, ninguna parcela
roturada de Terra Incognita. Así que al cabo de los días se vio ante un
problema mucho mayor que al inicio. Tenía un
montoncito de papeles por clasificar, desechar, roturar o parcelar.
Solucionó diligentemente la papeleta haciendo uso del cubo de la basura,
donde fueron a parar todos aquellos documentos.
Esa
noche Andrés soñó con contratos firmados con el diablo, vendiéndole lo
poquito que él tenía a su disposición. Porque había incumplido una regla
de oro que llevaba a rajatabla, cada cosa en su lugar, y cada
lugar Dios sabía donde. La basura era el no lugar, la utopía recreada
de su mundo perfectamente desordenado. Y Andrés ya le había perdido
hacía un rato el gusto a las utopías. No vivía, o desvivía como decía
él, más que el día a día sin otro horizonte que
la noche plácida. Y esa noche de pesadilla era el indicador palpable de
su falta, que cancelaba toda la satisfacción del curso realizado. Era
como si ese cachito de vida, esos cinco días de curso, se hubieran
perdido en las cañerías del universo personal de
Andrés. Ya no era posible recuperarlos.
Así que
Andrés se condenaba a vivir, a portar sobre sí, cinco días extras para
compensar esa pérdida. Era un desastre porque Andrés era un suicida
reluctante, que siempre daba largas a su suicidio pero dejando
siempre la espita de su vida abierta para caer en el desagüe del tiempo
ido. Y cinco días extras desequilibraban esa fuga mundi perfecta que
practicaba al desgaire. Definitivamente, todo el alma que cabía en ese
diploma se había vendido al diablo. Y para Andrés
el alma no era gran cosa, ni ocupaba mucho espacio. Su nuevo amo,
complaciente, no levantó la cabeza muy a menudo, así que las noches de
pesadilla no menudearon en la vida íntima de Andrés.
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