viernes, 18 de noviembre de 2011

El diploma

Realizó el curso a satisfacción, recibiendo el diploma correspondiente y los parabienes de rigor. Cuando llegó a casa se planteó donde colocar el dichoso diploma, que no acreditaba precisamente unos altos estudios de cualquier tipo sino unas maniobras administrativas en la semi penumbra de un aula en el semisótano de Defensa. Si hubiera pasado por su trabajo al finalizar el curso no habría tenido problema alguno en archivarlo en el depósito sin fondo, de diplomas, que albergaba su armarito personal, al fondo a la derecha. Pero estaba en casa, con el papel en la mano, mirando alrededor donde demonios situarlo, guardarlo, perderlo de vista.
Afortunadamente Andrés disponía de unas reservas de desorden considerables, un desorden pautado y bien cartografiado, al modo de los antiguos planisferios y mapamundis que indicaban grandes áreas perdidas en Terra Incognita. Así, Andrés, tenía repartidos estratégicamente por su casa rinconcitos de Terra Incognita donde todo cabía y nada asomaba la cabeza, por lo menos ningún negro de tribu bíblica o bitínica. Le andaba echando el ojo a su rincón preferido para despistes administrativos pero en el último instante antes de soltar el papelillo, dudó. No supo muy bien por qué. Había practicado similar operación muchas veces antes sin ningún remordimiento de acendrado funcionario, pero esta vez, dada la índole del material insensible, que forzosamente debería haberse tragado la oficina, no su casa, dudó.
Y lo dejó encima del sofá pequeño, en un costadito donde no le estorbara. Pero ¡ay! ese dichoso papel adoptó modales de atractor y pronto, insensiblemente, se fue haciendo acopio de diverso material de papelería en ese costadito del sofá. Y eso le creaba un problema de desorden no previsto a Andrés, pues esa no era, definitivamente, ninguna parcela roturada de Terra Incognita. Así que al cabo de los días se vio ante un problema mucho mayor que al inicio. Tenía un montoncito de papeles por clasificar, desechar, roturar o parcelar. Solucionó diligentemente la papeleta haciendo uso del cubo de la basura, donde fueron a parar todos aquellos documentos.
Esa noche Andrés soñó con contratos firmados con el diablo, vendiéndole lo poquito que él tenía a su disposición. Porque había incumplido una regla de oro que llevaba a rajatabla, cada cosa en su lugar, y cada lugar Dios sabía donde. La basura era el no lugar, la utopía recreada de su mundo perfectamente desordenado. Y Andrés ya le había perdido hacía un rato el gusto a las utopías. No vivía, o desvivía como decía él, más que el día a día sin otro horizonte que la noche plácida. Y esa noche de pesadilla era el indicador palpable de su falta, que cancelaba toda la satisfacción del curso realizado. Era como si ese cachito de vida, esos cinco días de curso, se hubieran perdido en las cañerías del universo personal de Andrés. Ya no era posible recuperarlos.
Así que Andrés se condenaba a vivir, a portar sobre sí, cinco días extras para compensar esa pérdida. Era un desastre porque Andrés era un suicida reluctante, que siempre daba largas a su suicidio pero dejando siempre la espita de su vida abierta para caer en el desagüe del tiempo ido. Y cinco días extras desequilibraban esa fuga mundi perfecta que practicaba al desgaire. Definitivamente, todo el alma que cabía en ese diploma se había vendido al diablo. Y para Andrés el alma no era gran cosa, ni ocupaba mucho espacio. Su nuevo amo, complaciente, no levantó la cabeza muy a menudo, así que las noches de pesadilla no menudearon en la vida íntima de Andrés.
 

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