miércoles, 9 de noviembre de 2011

El gran almacén

Regulaba los correos, en el centro de una maraña de tubos neumáticos, se encontraba al borde, en el alfa y el omega del vacuum pump. Recibía los pedidos y reenviaba las facturas conformadas que solicitaban los clientes. El gran almacén era una colmena horadada de pequeños túneles, en los que se encastraban los tubos. Para el cliente podía ser una experiencia deliciosa pasear por entre los estantes de variados y novedosos productos importados, detenerse aquí y allá, atendido por amables anfitrionas, si es que el montante de su cuenta no le atribuía directamente una empleada para él solo durante todo el recorrido. Si algo le interesaba no tenía más que cargarlo en cuenta y la empleada hacía el pedido por tubo neumático, en instantes era reexpedida la factura desde el control.
Mientras los clientes paseaban por los jardines, excelentemente cuidados, de la primera planta, descansando del estrés de las compras, él, Masamoto, tendía los brazos hacia los clasificadores que contenían los expedientes de los clientes, comprobaba, contrastaba y expedía caligráficamente la factura. Su cubículo, bien que centro de toda la red del comercio integrado que constituía el gran almacén, era estrecho, poco iluminado y escasamente aireado. Tenía un compañero, Michi, que se ocupaba de enderezar como podía los entuertos que la celeridad y la eficacia, relativas, de Masamoto, causaban en el entorno del cubil. Era, al modo del pez barrendero de la pecera, el reciclador de detritus, papeles, clasificadores desordenados….reponía la tinta en los tinteros y tenía listas las plumas y plumines. A pesar del atropellado espacio vital que compartían, se llevaban bien y se trataban amablemente.
Masamoto rogaba al cielo que el día transcurriera veloz, lo que no era difícil, pues no había tiempo para distraerse, ni menos aburrirse, la catarata de mensajes y respuestas era casi constante. Durante el valle de la hora del té, Michi y él se dedicaban a resolver acertijos que compilaban en sus horas de asueto y les hacía olvidar por un rato donde estaban y a qué se dedicaban. A última hora de la tarde, los compradores se agolpaban en los mostradores de las encantadoras anfitrionas, temerosos de que se les echase encima la hora de cierre y los pedidos se multiplicaban, había que tener especial cuidado y pundonor. Masamoto sabía arreglárselas bien en cualquier punto del ciclo oscilante diario, pero a esa hora disfrutaba realmente de su trabajo, relamiéndose mentalmente de gusto en vistas del próximo cierre de la tienda.
Cuando llegaba por fin esa hora feliz, Michi y él se regodeaban unos minutos en retruécanos y juegos de palabras para desentumecer la mente del trabajo maquinal de la pesada jornada laboral. Y salían al mundo exterior como dos extraños, pero se miraban aliviados de reencontrarse con sus cuerpos, una vez despojados de su condición de sinapsis neuronales del gran organismo que los albergaba. Su vida recreaba y ponía al día las viejas historias de fantasmas en castillos sombríos y alejados. Lo sabían, de ahí su afición a las palabras inteligentemente dichas que eran el antídoto a su despersonalización, convertidos en partes de una mente más grande que ellos.
No es sorprendente, pues siempre los exorcismos han constituido una rama, casi siempre exaltada, de la oratoria.
 

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