jueves, 3 de noviembre de 2011

El síndrome

Peleándose con la alcachofa de la ducha, Enrique trastabillaba en el vano de la bañera, dando pequeños saltitos para alcanzar la altura debida. Enrique era bajito y las duchas no correspondían con su talla. “Maldito engendro del demonio”, pensó con fuerza e indignado, porque Enrique albergaba mala leche en cantidad inversamente proporcional a su cubicaje.
Llegó por fin a solventar la chapuza y pudo ducharse a placer. Rezongando todavía, se secó y se peinó los cuatro pelos escasos que todavía medraban en su testa. Listo para empezar el día, salió de su casa y se dirigió al metro. Era la lucha diaria, the struggle for life que dirían en el XIX, aunque por suerte para ellos, no tuvieran metro. Llegó al trabajo y comenzó la parte más agradable del día, con sus compañeros queridos, pocos, y el resto, algunos más.
Porque Enrique no tenía apenas vida social, ni vida a secas, con lo que el trabajo le cubría casi todo su espectro social diario. Enrique no era ni feliz, ni infeliz en demasía, como casi todo el mundo, sencillamente iba tirando. Pero llegó un día,¡ay! aciago. El Ayuntamiento de su localidad emitió un ukase según el cual el reciclado de basuras devino obligatorio, con contravención de 750 Euros, caso de que los inspectores municipales hozando entre las basuras descubriesen algún desaguisado vecinal de índole poco ecologista. Y a Enrique no le cabía en la cabeza aquello del reciclado de la basura. No se trataba de un prurito ideológico, retrógrado, ni de una pereza desidiosa, sencillamente Enrique no podía separar su basura en orgánica, vidrio, plástico y papel y cartón porque sufría de una forma de dispraxia extraña que le impedía distinguir entre tan variados componentes, al modo de un daltonismo detrítico, vamos.
Enrique era un ciudadano cabal, siempre cumplidor de sus deberes, amén de las ordenanzas municipales y empezaba a desesperarse pensando en su aciago porvenir tragando en la escombrera. Se dirigió a la oficina municipal que buenamente le indicaron almas piadosas y empezó su calvario administrativo: quería que le reconocieran como portador de su extraño mal, no catalogado en el nomenclátor médico-psiquiátrico. Ni siquiera la Asociación Psicológica Americana, avanzadilla habitual de las reformas en este campo había emitido informe alguno sobre el tema. Presa de un miedo paranoide, empezaba a pensar que su caso era único en el mundo, estaba solo, completamente solo. Pero la maquinaria burocrática en su estulta sabiduría acabó acudiendo en su ayuda. Su expediente acabó traspapelado detrás de la mesa de un funcionario descuidado, al filo de la pared y tardaría años en ser descubierto.
Mientras tanto, por silencio administrativo, se resolvió favorablemente su caso. Y ahora todos sus vecinos, en emulación a lo Espartaco decían ¡yo también soy dispráxico! Con el antecedente de su resolución, al cabo del tiempo fueron menudeando los correspondientes reconocimientos administrativos y así, andando los años, la ciudad de Malpulga se convirtió en objeto de estudio preferente psicológico, al verse todos sus habitantes afectados de un síndrome antes desconocido, que, quizá, quizá, fuera contagioso.   

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