La
bandada se alejaba hacia el sol poniente. Pasaron sobre nuestras
cabezas inmutables, atentos tan sólo a su vuelo en formación y a
incógnitas sensaciones, seguramente. Nosotros nos quedamos mudos,
expectantes, ante sus graznidos cada vez mejor perfilados por el
suave sol otoñal de final de jornada. Raudos, proseguían con su
conquista del sol. Para nosotros tal hazaña, grandísima, se
diferenciaba en su trayectoria imperturbable, desmigándose a medida
que se alejaban hacia el confín de la tierra.
Proseguimos el camino,
ya de retorno al hogar, impostado, pero hogar, que constituía el
hostal que nos cobijaba durante aquel fin de semana extenso.
Aprovechábamos cualquier resquicio de sensación natural o
psicológica para imponer nuestro paso vencedor sobre los guijarros y
los regueros de arena. Caminábamos sin fin, eso pensábamos
constantemente, pero el final de la jornada se aproximaba y ya la
cena empezaba a ocupar nuestras mentes, de nuevo burguesas.
Los pocos
días para pocos elegidos que éramos, se diferenciaban de nuevo,
tornasolados ahora por las escasas luces que nos bañaban, todavía,
antes de la nueva noche, ya tan próxima. Eramos héroes de nuestras
propias gestas, gracias a dios, interiores y privadas, con lo que
apenas molestábamos a nadie, fuesen compañeros o desconocidos. Ya
nos encontrábamos a un paso de formar grupo, que era nuestro nombre
conocido.
Y en eso Raúl dijo, en alta voz, “¡Mirad!” y todos
miramos y vimos aquello que vino y luego se fue. Ese era el juego al
que jugaba la bandada, nuestro trasunto.
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