martes, 27 de diciembre de 2011

Los cantos del paraíso

Los cantos de sirena arreciaban, el mar espejo azulado, en metálica calma. ¿Sería el momento de ceder? Pensó, y una lágrima furtiva le rondó. No sabía qué hacer. La navegación en solitario era una antena para los males y bondades del mar y del mundo tan alta como el mástil de su pequeña embarcación. Le estaba atrapando el mundo, a él que siempre lo había huído y denostado. Y precisamente en mitad de su trayectoria de fuga. La costa cercana, tropical y húmeda, amansaba su corazón, mecía su espíritu y masajeaba con dulzura su piel expuesta al sol y a la brisa. ¿Y si…? De repente atracó y se dispuso a desembarcar.
Se encontró en medio del paraíso del triste trópico. Pobreza, aún miseria, pero felicidad en los rostros y acogimiento en los gestos. Ni rastro de Coca-Cola, buena señal. La mujer se le acercó lenta y suavemente y le hizo seña de seguirle.
Se enzarzaron en amoroso abrazo durante horas.
Pasó la noche en su barquito, enfebrecido y radiante, paradójicamente a esas horas. Al día siguiente volvió a desembarcar y se repitió el ciclo durante venticuatro días.
La vigésimoquinta noche se debatía presa de una fiebre furiosa. Volvíó a tierra y pasó la noche con la mujer.
Se acomodó al ritmo del poblado y dividió su tiempo entre la pesca, la talla de figuras para hipotéticos y aún imprevistos turistas, y ella.
Su piel cambió, su tez se atizó y se tensó hasta llegar a resonar como un tambor batiente al ritmo de sus latidos. Su lenguaje corporal se refinó y se hizo asequible fácilmente a los demás algo que nunca anteriormente había logrado. Su mente perdió aristas y rugosidades enlazándose en armonía con otras mentes.
Se había convertido en otra persona. Quizá, ¿estaba enfermo? No tenía duda, la mujer, su amante le había inoculado un virus, pero no le importaba, y eso, que debía ser lo más aterrador era una futesa volandera en el paraíso.

martes, 20 de diciembre de 2011

Señac, piloto de combate

Jugar la partida…esa era la causa, la noble causa que estaba en juego. La tabla del Monopoly estaba expuesta, dispuesta al rifirrafe de dados y fichas que se iban a lanzar en tropel en pos de un triunfo no por hipotético menos tangible en la mente de cada cual.
Señac jugó, Lanis jugó, Restero jugó…la partida había comenzado. En la nave de guerra iban adelantados los preparativos del próximo combate, pero todavía no se había movilizado a todo el personal, entre ellos los jugadores.
Lanis iba comprando casas de la avenida Torlac de Nueva Posidonia, la ciudad Empenia fundamento de esa versión del juego. Como solía ocurrir, grandes catástrofes inmobiliares estaban siendo anunciadas que se llevarían por delante el imperio de Lanis. Aquello ocurriría dos, tres, cuatro veces a lo largo de la partida. Todos estaban preparados para éste y otros avatares de la fortuna.
Delante del tablero los jugadores sentían leves sacudidas que, poco a poco, iban incrementándose. Pero todavía no afectaban esos movimientos a la estabilidad de las fichas. Señac sabía identificar los signos premonitorios de la batalla, y se estaba aproximando.
De repente, Restero tomó la iniciativa y comenzó a acumular capital con lo que instaló varios hoteles en las principales calles. La partida iba adquiriendo forma y consistencia, igual que el zafarrancho en la nave.
A las dos horas aquello estaba sentenciado. Restero se hizo con el triunfo y Señac sonrió con un punto de amargura, había vuelto a perder. Venía perdiendo desde hacía un año cuando Entelo murió pilotando su caza en la escuadrilla que comandaba. La partida de Monopoly era otro grano de arena que caía en ese reloj que taladraba su mente. Sabía que su fin estaba próximo.
Los implantes extrapiramidales de los tres hombres se activaron casi al unísono llamándolos a la acción. Señac se guardó en un bolsillo del mono su ficha del Monopoly.
Pocos minutos después estaban en el espacio, alrededor de su destructor, como aleteantes pajarillos que titubeaban un poco a la hora de tomar una determinación. Señac dio la orden y partieron en dirección al campo de batalla. Su ficha del Monopoly estaba aún en su sitio.
Las cosas no fueron bien para los galácticos y, entre otros muchos, el caza de Señac fue alcanzado por fuego enemigo. Con la despresurización la ficha verde de Señac fue eyectada al espacio.
No se posaría en tablero alguno por el resto de la eternidad, al igual que los restos de Señac, piloto de combate.

martes, 13 de diciembre de 2011

El cremallera

“La utilidad del despecho”, vino en pensar Adolfo. Subrepticiamente, casi insidiosamente, el recorrido del pequeño cremallera transitaba por los intestinos del bosque, recortando a cada nuevo tramo una nueva línea de abetos. Adolfo miraba por la ventanilla, la mirada perdida en el verde oscuro del bosque. Era la primavera alpina y su mirada ardía, a ratos, junto con las llamaradas frías del cielo azul.
En ese instante, Adolfo era un corazón despechado, de amor perdido. De sobras conocía el valor de la templanza y era de espíritu práctico a la par que un punto ensimismado, pero a Adolfo hoy le podía su triste situación amorosa. Elena le había dado calabazas en la estación del valle y ahora ascendía solo a la cumbre. El trenecillo iba casi vacío a hora tan temprana fuera de estación. Compartía vagón con una joven de aspecto algo descolocado, agazapada tras sus lentes a través de las que se esforzaba en empeñosa lectura de algo que podría ser, por su grosor, bien la guía de ferrocarriles suiza, bien una novela-río.
Consecuencia de su despecho, su corazón era desdeñoso en ese instante, y su mirada no se detuvo más de un breve soplo de atención sobre la joven. El recorrido del tren proseguía con la imperturbabilidad de la corriente eléctrica aplicada a la locomoción. Hasta que, de repente, el tren cremallera se detuvo en medio del bosque. El silencio impregnó el ambiente, de un modo tranquilo, de buen humor campestre.
Y la joven de las gafas se sacudió el pelo, de un brillo y sedosidad aptos para aliviar al corazón más contrito, como era el suyo. De pronto el despecho se tornó inútil, y para Adolfo lo inútil era sinónimo de invisibilidad moral, de nuda inexistencia. Una joven bajó los escalones de su corazón mientras otra, simultáneamente, ascendía los peldaños. El tren se puso en marcha empujando a los dos pasajeros contra sus asientos. La mirada nada miope de la joven resbaló suavemente sobre el rostro de Adolfo, dejando un rastro riente. Adolfo le sonrió abiertamente y la joven respondió del modo que era costumbre en la época entre las jovencitas de su posición.
La cremallera se iba engranando al paso medido de sus corazones, ambos lo sabían. Y ahora la llegada a la cumbre serviría de excusa para entablar la consabida y aleteante conversación. Amor quedaba servido una vez más, esta vez a eléctricos impulsos.

martes, 6 de diciembre de 2011

La bestia

El letargo acabó imponiéndosele al caballero andante. Durmió el sueño de los justos durante….el tiempo no cuenta, es materia indefinida en aquella esfera de la percepción, pero sí se puede decir que durmió durante mucho, mucho, tiempo.
Cuando despertó el dragón ya no estaba allí, dragón o bien hidra de muchas cabezas, que había fulminado en diestro combate.
La echadora de cartas tuvo un respingo y volvió a la realidad. Tenía a su cliente, expectante, delante de ella, y la contemplaba con cierto pasmo. Le había planteado una situación más bien anodina y no comprendía a qué tanto revuelo en su actuación, con espasmos, rictus y trance final. Sabía perfectamente que todo el proceso adivinatorio era una perfecta pantomima, urdida por la vidente para trincar a los incautos que pasasen por su gabinete, pero necesitaba sentir el aliento de unas palabras que debían ser dichas por alguien totalmente ajeno a su vida habitual.
“Su primo sanará, ya ha vencido a la infección”, dijo con media sonrisa de suficiencia y satisfacción, pues no era normal que tuviese visiones tan claras y rotundas como aquella.
Juan salió entre contrito y aliviado del domicilio de la adivinadora. Llovía y le pareció que la lluvia que le caía sobre la cabeza, desprotegida, le limpiaba de tantos males y quebrantos como había pasado durante los últimos dos meses. Sabía antes de entrar que su primo estaba fuera de peligro, los médicos se lo habían confirmado, pero él necesitaba, ya lo hemos dicho, oír la misma noticia de boca de alguien ajeno al hospital y a su vida que por entonces giraba en torno al hospital.
“Todo ha terminado”, pensó y se mesó el poco pelo que le quedaba, que, a la sazón, ya chorreaba. Cuando llegó a casa, su mujer al verle gritó “¡Pero cómo vienes! Ven que te seque la cabeza y cámbiate inmediatamente”. A partir de ese momento, Juan empezó a notar un carraspeo en la garganta, que poco a poco iba acompañándose de una respiración ululante, entrecortada de toses. “Vete al médico”, le dijo su mujer. El médico al auscultarlo lo mandó a urgencias, donde le diagnosticaron un neumotórax.
Lentamente, el caballero preparaba sus armas para el combate contra la infernal criatura, pero olvidó su mejor estoque, aquel que le servía tan bien, y, llegado el momento crucial, la bestia le abatió, reduciéndole a cenizas.
El letargo acabó imponiéndosele al caballero andante. Durmió el sueño de los justos durante…toda una eternidad.