El envío partió en
tiempo y forma del cosmódromo de Baikonur, una vez parte de la
antigua URSS. Era un regalo de pelotas de tenis que le hacía Ander a
Cristina, destinada en la estación espacial europea. El módulo
automático atracó en un extremo de la estación hasta donde se
desplazó Cristina para recogerlo.
Ya habían pasado los
tiempos de la ingravidez en el espacio, ahora todas las estaciones
espaciales disponían de gravedad artificial, un tercio de la de la
Tierra. Por ello, los juegos malabares y de otro tipo que podían
realizarse con pequeños proyectiles eran fabulosos y dignos de
antiguas hazañas míticas.
Cristina tentó las bolas
en el recinto de juegos, en solitario con una espejeante imagen de
realidad virtual devolviéndole las tiradas. Al rato, bastante
cansada volvió a su cabina para ducharse. La lluvia micronizada la
relajó y distendió sus músculos atenazados por la tensión de
aquella misión.
Monitorizaban para una
empresa euroasiática la cosecha de café del Yemen, a efectos de
futuros en bolsa. El trabajo requería atención constante pues las
variables introducidas en el sistema informático así lo
especificaban para cubrir la demanda de fluctuaciones medias por
minuto necesarias para asegurar suculentos beneficios a la empresa.
Cristina y Ander casi no
se habían visto desde hacía año y medio, cuando Cristina aceptó
el puesto. Había desechado otras jugosas ofertas pues no en vano era
de las primeras de su promoción en la facultad. En cambio Ander se
había tenido que conformar con un trabajo en tierra de lo más
vulgar: analista de sistemas. Un trabajo devaluado desde la crisis
del 2008, que había empezado a trastocar las relaciones entre el
sistema financiero y el productivo.
Esas pelotas de tenis
eran un lazo pequeño pero significativo que reanudaba en cierto
sentido una relación por más de un motivo algo deteriorada. Ahora,
cada vez que Cristina hacía rebotar las pelotas un leve pero nuevo
impulso la acercaba a Ander.
La cosecha de café se
perdió pues la nueva corriente de Arabia, producto del deshielo
parcial de la Antártida era voluble y errática, y aquel año falló.
La empresa obtuvo pingües beneficios, pues el sistema, una vez
puesto en marcha, no estaba preparado para otra cosa.
Cristina se preguntaba,
en la cápsula de retorno, qué cantidad de aquella jugada en bolsa
pertenecía de facto a las comunidades de agricultores del Yemen.
Pero no pensó en ello durante mucho tiempo pues, con gravedad
acentuada por la reentrada en Tierra, la pelota de tenis que llevaba
en el bolsillo empezó a pesarle mucho, hasta convertirse en el
objeto principal de su atención.
La vida ya no era aleve
como una caminata espacial sobre la superficie de la Luna, sino dura
y pesante como sólo la Tierra puede hacer sentir, y la pelota se lo
estaba recordando.
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