miércoles, 7 de marzo de 2012

Caza

En la mañana del día de los corrientes, sostuvo entre las dos manos el hilo dental, procediendo a su aseo. Parsimoniosamente, diente a diente realizó la limpieza, se miró en el espejo del baño con media sonrisa adormilada y salió de la pieza. Limpió el ánima del arma y, bien pertrechado, salió de caza.
El campo de tiro le pillaba lejos, así que pasó con su coche cerca del sector dispuesto a disparar a uno o dos reluctantes. Cuando alcanzó la alambrada, espió con sus prismáticos y vio a una presa salir de una casa baja, a unos cien metros de donde se hallaba. Disparó y la abatió. Contento con su proceder, buscó otro blanco y otro y otro. Tres dianas sobre cuatro. No estaba nada mal.
Al concluir la jornada, en su casa, entró en Internet en una de las páginas de los reluctantes y vio la noticia de las tres muertes, “abatidos por la furia del cielo”, qué gracioso, pensó, menudo retórica se gastan estos gachós. Haciendo memoria para un imaginario informe, recordó que los reluctantes, aproximadamente la mitad de la población, se habían confinado voluntariamente en un encierro físico y a la vez mental, por el que todo dependía de la voluntad divina, expresada fehacientemente.
No se sabía si se trataba de un delirio cognitivo, de una serie de prejuicios, o de un fanatismo tan ciego que perdía la noción de cualquier asomo de realidad. El caso es que, al haber conseguido una jurisdicción propia, no se sabe por medio de qué retorcidas maniobras políticas, nadie podía ser imputado por nada de lo que infligiera a aquellos pobrecillos.
Y era bastante corriente que la gente de fuera, saliera de caza a los alrededores del perímetro alambrado. Sí, pensó, este deporte ha tomado mucho auge.

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