miércoles, 14 de marzo de 2012

Sueño e imaginación

La pelota estaba en el tejado, literalmente. Los niños, jugando, habían desarrollado un instinto de elevación que transportaba al balón al tejado de la casa suburbial de planta baja y primer piso. El escritor contemplaba desde la ventana de la casa frontera, la escena. Era junio y hacía un calor que anunciaba cálido verano. La vida se afianzaba, lenta y firme, seguramente. El escritor, como podía, levantaba acta, daba fe y redoblaba su atención y esfuerzo en mantenerse a la altura de los tiempos atmosféricos, cuando menos. No se le escapaba la vida, el calor, la fuerza infantil, pero sí que sentía que se perdía por un sendero que le alejaría progresivamente de todo eso. “La madurez siempre acaba atrapándonos”, pensó.
Y continuó con la literalidad de su obra presente. Ahora retumbaban cañonazos fortísimos, ya estábamos en plena noche y se festejaba a todo estruendo de fuegos artificiales el día de la independencia nacional. El escritor se había quedado dormido sobre sus papeles, quizá laureles. Pero era un escritor cuasi novel, sólo había publicado una vez y de penalti. Así que sus laureles eran sobre todo imaginarios, premonitorios si pensamos con cierto optimismo. Estaba en un periodo difícil, artísticamente hablando, de transición entre un modo y otro de afrontar su tarea literaria. No sabía, claro está, en qué desembocaría su andadura, pero él caminaba con paso firme, todo lo firmemente que le dejaban las ráfagas de su imaginación.
Y de pronto asoció los estridentes cañonazos del exterior con su guerra intestina, tampoco cruel pero menos festiva. No sabía qué hacer. Así que se fue con la música a otra parte, esto es, los cañonazos mutaron en golpes armónicos de una orquesta gigante, como tutti fuertemente contrastados y su cabeza siguió, siguió hasta pergeñar en su mente dormida pero soñadora el esquema bien ceñido de una novela simbólica y serena. Cuando se despertó la novela todavía seguía en su cabeza.

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