martes, 8 de mayo de 2012

Amor

El epicentro de su vida era aquel perro, del que emanaban ondas vibratorias que masajeaban constantemente su corazón. Artemio acababa de pasear con Chicho por el parque y ahora lo dejaría en casa hasta el mediodía.
A poco que no lo intentase recordaba a Chicho a lo largo de la mañana, en el trabajo, en el desayuno, hablando con los compañeros, y, ya, llegada la hora, abría con el corazón anhelante la puerta de su piso donde le esperaba Chicho hambriento de carantoñas y pamemas. Era su vida, la de una pareja equilibrada, sensata y consciente de sí misma.
Los meses y los años transcurrían dichosos (en general) y fluidos. No perturbaba la convivencia ningún monstruo grande o pequeño. En suma, se acoplaban perfectamente.
Cierto día, Artemio encontró a Chicho abatido y contrito esperándole detrás de la puerta del piso. Gimoteaba y no hacía mucho caso de las atenciones que le prodigaba su dueño. Artemio pensó en cualquier contratiempo, una enfermedad, un súbito desmayo y pidió hora con el veterinario.
Tras la inspección de rigor, la noticia: Chicho era hermafrodita, sus genitales femeninos habían tardado mucho en desarrollarse y estaba embarazada. Desconcierto tras la sorpresa y preparación para el embarazo.
Y la duda: ¿a qué sexo encomendarse a partir de ahora en la acolchada relación entre Chicho y Artemio?

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