martes, 22 de mayo de 2012

El juego

Prisionero del Necronomicón * de bolsillo, Ander deambulaba sin sacarse la mano del bolsillo derecho del pantalón, apretando firmemente contra su muslo el ejemplar. No podía evitarlo. Se había convertido en siervo de aquel tratado mistérico y debía pasearlo por toda la ciudad para su orientación y relajo. Notaba los latidos del corazón maligno que encerraba la obra en su seno. Repercutían en su mano, en su muslo, en todo su cuerpo. Reverberaba como el sonido de un vaso de cristal percutido regularmente.
Y ese ritmo sobrevenido le hacía acompasar sus pensamientos y sus actos al orden del pequeño corazón pulsante. Sabía que nunca acabaría de sentir aquel pulso en su entraña. Una vez hecho presa, el trasgo no soltaba jamás el bocado. Por lo demás, se acomodó bastante bien a aquella situación y pronto le pareció que siempre había vivido siervo del libro. No era un ser doble, como una estrella doble, fatídicamente unida la pareja estelar por tramas gravitatorias ineluctables; su ser había mutado, bien era cierto, pero ya había olvidado su anterior condición, su respiración preterida.
Ander aminoró el paso, se acercaba al punto, quizá fatídico, al cual el ser del libro le guiaba inconscientemente. Era el edificio del Museo de Ciencias de la ciudad. Al entrar, le salió al paso la gran imagen del péndulo de Foucault, midiendo la traslación del planeta. Pensó que él mismo era un trasunto del péndulo, resonando según las fuerzas del mal que le poseían. Medía el círculo de la maldad en el mundo, cada vez de mayor amplitud, según notaba.
En la gran sala donde reinaba reconstruido el esqueleto del brontosaurio comprendió que aquel había sido un animal de compañía del homúnculo dominante en su nuevo yo. Y reconocer una pertenencia del otro le hermanó instantáneamente con el monstruo prehistórico. Y le hizo comprender que el bien no lo tenía todo perdido: desde la inanidad moral del brontosaurio el otro tenía ahora que lidiar con un ser moral como era él, Ander, o al menos había sido antes de la posesión.
Acarició suavemente el lomo del libro en su bolsillo, aquella jugada no iba a ser la última. Y si había partida, el ganador no estaba señalado de antemano.
Ander salió del museo menos unidimensional de lo que había entrado. Empezaba a conocer las reglas del gran juego del bien y del mal.  







* Para H. P. Lovecraft, autor de fantasía y terror, en el ciclo de relatos de Cthulu, libro maléfico y maldito escrito por un monje árabe loco.

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