martes, 15 de mayo de 2012

Proverbio del olivo



El entorno del olivo entonó un mea culpa que resonó por todos los frutos caídos, a modo de trémolo compaginado con una suave pero persistente brisa. Andaba el árbol contrito por la escasez de frutos producidos en aquella estación. Salvaguardaba la savia como era su costumbre y la clorofila, comme d´habitude. Pero no se avenía a razones, el pobre.
Todo su mundo le decía que había perdido ¿qué? No lo sabía, sólo era un árbol en un olivar. Aprovechó ese instante de incertidumbre para mejorar su riego desde una alejada radícula. Satisfecho comprobó que todo su sistema estaba en orden. ¿Orden? El que le había conducido a aquella penosa situación. No producía lo suficiente. Problema sin solución, ¿eso dejaba de ser un problema? Funcionalmente podía ser, pero afectivamente…
El olivo necesitaba de la caricia del viento entre sus hojas, del ritmo voraz de sus insectos y pajarillos, de la lluvia feraz, incluso del rayo traicionero que alguna marca, alguna vez, le había dejado en su tronco.
Y por encima de todo, necesitaba de la alabanza, ruda alabanza, de sus recolectores y vareadores, sí, aquellos que practicaban con el palo y tentetieso entre sus ramas. Y aquella estación se veía privado de tal estímulo, por culpa de su maldito estreñimiento.
Sumido en sus pensamientos, el árbol no sintió una hojita que se soltaba de repente, volandera y se posaba, con dulzura, sobre los frutos caídos y no recogidos. Rumia árbol tus pensamientos, que perderás cada vez más tus frutos.

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