El
entorno del olivo entonó un mea culpa que resonó por todos los
frutos caídos, a modo de trémolo compaginado con una suave pero
persistente brisa. Andaba el árbol contrito por la escasez de frutos
producidos en aquella estación. Salvaguardaba la savia como era su
costumbre y la clorofila, comme d´habitude. Pero no se avenía a
razones, el pobre.
Todo
su mundo le decía que había perdido ¿qué? No lo sabía, sólo era
un árbol en un olivar. Aprovechó ese instante de incertidumbre para
mejorar su riego desde una alejada radícula. Satisfecho comprobó
que todo su sistema estaba en orden. ¿Orden? El que le había
conducido a aquella penosa situación. No producía lo suficiente.
Problema sin solución, ¿eso dejaba de ser un problema?
Funcionalmente podía ser, pero afectivamente…
El
olivo necesitaba de la caricia del viento entre sus hojas, del ritmo
voraz de sus insectos y pajarillos, de la lluvia feraz, incluso del
rayo traicionero que alguna marca, alguna vez, le había dejado en su
tronco.
…Y
por encima de todo, necesitaba de la alabanza, ruda alabanza, de sus
recolectores y vareadores, sí, aquellos que practicaban con el palo
y tentetieso entre sus ramas. Y aquella estación se veía privado de
tal estímulo, por culpa de su maldito estreñimiento.
Sumido
en sus pensamientos, el árbol no sintió una hojita que se soltaba
de repente, volandera y se posaba, con dulzura, sobre los frutos
caídos y no recogidos. Rumia árbol tus pensamientos, que perderás
cada vez más tus frutos.
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