martes, 5 de junio de 2012

El hombre de la luna rosada

La sinagoga del centro de la ciudad estaba casi vacía, el oficio era un ritual para casi nadie, tranquilidad y sosiego bien repartidos. En el exterior, el tráfago de la gran ciudad, una avenida arbolada, oficinistas de cierto fuste, ejecutivos y señoras ociosas. Algún perro paseando bien trabado de la correa. El espíritu de la mañana ronroneaba a gusto, era un día cualquiera en aquella primavera porteña.
El rabino tras cumplir su función salió a la calle para tomar el 86 dirección Primera Junta. Tuvo que hacer algo de cola pero pronto llegó el micro. Sentado, casi inerme, sin fuerzas, dejó pasar la mañana como una estela atravesando su mente. Ninguna emoción en especial le turbaba. Descendió del bus y caminó en dirección a su casa. Pensaba desayunar y preparar unos escritos que debía presentar en la tertulia de la tarde, con sus amigos.
La perorata versaría sobre Dios, una divinidad en abstracto, sin mucho que ver con las religiones al uso. Se había entretenido en formular un postulado que no le parecía demasiado traído por los pelos y ver qué podía ir derivando. Axiomas, teoremas, proposiciones. Llegaba a diversas conclusiones escandalosas para cualquier creyente, de casi cualquier religión.
Pero aquel juego le agradaba. Ponerse en el lugar del otro, del ateo o incluso del anti-teo era una experiencia refrescante. Se vio reflejado en una luna de un gran comercio. El otro sigue en ti, pensó. Y siguió caminando, tranquilizado.

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