lunes, 6 de agosto de 2012

Las justas

 
La lectura comenzó puntual y, sobre seguro, se realizaron las catas mentales, por parte de los fiscalizadores al efecto, sobre el discurso leído. El estilo de la representación era clásico, o neoclásico tal vez, con efectos libérrimos y de amplio vuelo. Los fiscalizadores ronroneaban aprobatoriamente mientras efectuaban el planeo discursivo habitual. Y en muy raras ocasiones se lanzaban en picado sobre algún tropo aparentemente mal engarzado al conjunto.
Las justas de Calomarde, como era tradicional, se desarrollaban a lo largo de todo el día y, a pesar de ello, no resultaba fatigosa ni la tarea del lector, ni la de los fiscalizadores, ni, sobre todo, la del público oyente. El hemiciclo estaba abarrotado de admiradores que repartían su aprecio entre las virtudes del lector, bien puntuado, y las de alguno o algunos de los fiscales que alanceaban al texto leído.
No se trataba en puridad de una sesión telepática, pues las catas mentales comportaban signos externos de finura y sutileza endiabladas que el público conocedor degustaba con fruición.
Pero en esto, el orador inició una maniobra de regresión y comenzó paulatinamente a soñar, o ensoñarse, con el texto leído, bordeando los límites de la transgresión del juego. En efecto, el lector no debía integrar, o emitir, ningún parecer personal en el acto de la lectura, para evitar interferencias con las construcciones y sistemas que lanzaban al aire los fiscales.
El juego devino complicado y retorcido y comenzó a manifestarse en la mente de los presentes un árbol huraño que podía ser el del ahorcado, figura nefanda y cuya aparición marcaría indefectiblemente la disolución del juego.
Pero en ese instante el rictus sutil del lector figuró la aparición de una isla Afortunada, comodín clave que levantaba al momento la condena a la horca. El público estalló en una salva de aplausos. El lector se había impuesto a los fiscales y había ganado el juego.
En el cóctel que siguió a las justas, antes de la cena, alguien le preguntó al lector por su maniobra perfecta. Y éste comentó, esbozando una sonrisa, que se le había revelado durante la contienda la memoria de un digno antepasado suyo que visitó, en una ocasión, la isla de Tenerife. El contertulio exclamó admirado: “¿Una memoria anterior a la erupción final?, Tiene usted una mente retrospectiva prodigiosa”.

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