lunes, 26 de marzo de 2012

La expo

La gran exposición acababa, las últimas riadas de visitantes inundaban el recinto y se desparramaban por los alrededores. Nadie sabía qué iba a pasar después del cierre definitivo. Se hablaba, y mucho, de planes grandiosos para la conversión de la expo en complejos de investigación y desarrollo y zonas de ocio cultural, pero nada andaba muy claro todavía.
Francisco José deambulaba como casi todos los días de los últimos seis meses, iba de aquí para allá como eficiente abeja zumbadora, buscando polinizar y optimizar los resultados del parque. Era uno de los encargados de la logística de uso y era conocido por preguntar sin parar a todos y todas sobre cualquier faceta de la vida de la exposición universal. Intentaba recabar información, naturalmente, para disponer de los datos y coadyuvar así a la mejora de la eficiencia de la organización.
Esa era la versión oficial. La otra, la de primera mano, era muy distinta. Francisco José, se había convertido en un yonqui del parque. Absorbía todos sus efluvios, por así decirlo, chutándose con ellos para no sufrir un mono irremediable. No era el único que padecía aquel síndrome de “parque en vena”, había aprendido a reconocer a los afectados de una simple ojeada. Y todos los que estaban en el secreto formaban una cofradía mistérica y famélica (de datos), jauría humana que ladraba y aullaba sus penas en las noches de luna llena.
Francisco José se preguntaba qué sería de él y de sus congéneres una vez echado el cierre, temblaba ante semejante idea. Y poco a poco le entró en el caletre la obsesión por desintoxicarse. Se había dado cuenta de que el frío ayudaba a “enfriar” también su cabeza. Y se pasaba a ratos perdidos las tardes de solana en las inmediaciones del iceberg del pabellón chileno, gigantesco cubito de hielo que contribuía al sosiego polar de cuantos le rodeaban.
Cuando cerró el parque, Francisco José aprendió a reconocer a sus congéneres, de otras procedencias y devenires, por la forma exquisita en que sorbían, mimándolo casi, el hielo pilé de sus granizados en cualquier cafetería. Pero ninguno de sus antiguos colegas, ni él mismo, abandonaron aquella sureña ciudad por otras latitudes más norteñas, como si el recinto del parque abandonado ejerciera sobre ellos una misteriosa atracción.
Se decían que en el subsuelo quedaban las 9/10 partes del iceberg enterradas y mantenidas a salvo de licuefacción por el aislamiento del terreno. “En todo caso”, se decía Francisco José removiendo amorosamente el hielo granizado, “el Titanic de sus vidas había ya pasado de largo”.

martes, 20 de marzo de 2012

O tempora...

Se recuperaba la red, los nodos iban escupiendo información y el sistema se activaba lentamente. En el centro de periodismo de Atlanta las pantallas refulgían y parpadeaban con las emisiones de las cadenas de los informativos mundiales. La hora H era a todas las horas del día, se emitía y recibía en continuo las 24 horas. Cuando no atacaba Europa o Estados Unidos, lo hacían Japón o China, si no Australia.
Alan se repetía este mantra una y otra vez a modo de ejercicio espiritual, o espiritista quien sabe. Redactor de la sección de economía, sus días últimamente flotaban entre malos datos de coyuntura y brotes verdes, pronto secos, (¿o acaso los liofilizarían?). Parloteaba sin cesar con Agata una becaria chilena de buen ver, peloteándose cifras y datos a cual más oscuro y romo. Pero tenían la misión como dos galeotes amarrados a sus bancos de la galera, de contribuir a la buena marcha del barco de las emisiones televisivas.
Y a fuer de verdad, no cejaban en el empeño, solícitos, casi amorosos con los brotes verdes que eran la verdadera noticia de aquella época, les estiraban las hojas, los regaban, hasta los abonaban con la mierda de otras noticias, menos positivas, más negras cual humus periodístico. Casi al mismo tiempo, a los dos se les ocurrió de repente que sería buena idea hacer excursus hacia otras noticias fuera del ramo estricto de la economía, y engarzar con sentido y tiento algún apunte de sucesos o de política general, más que nada por llamar la atención del espectador y contribuir de paso a la tendencia culmen de la época, la sopa calentita donde todo cabía y todo se mixturaba.
A sus jefes les gustó aquella innovación y pronto, a modo de microchips, entre dos noticias realmente económicas saltaba la liebre de un avión siniestrado o mejor aún de alguna historia personal relativa al suceso. La audiencia subió y la tendencia se extendió pronto a las noticias del corazón, con lo que las crisis cardíacas, se entremezclaron con la bolsa y los futuros.
Pronto, pensó Alan tendrían que vivir sus vidas de pobres periodistas en las ondas digitalizadas de la televisión y acampar sus cuitas, amorosas o de otra índole a la intemperie de la mirada de la audiencia, la cual, identificándose con nuestro vivir, acabaría por ser amoroso colchón de nuestros regocijos o penas amorosas, afectivas…

miércoles, 14 de marzo de 2012

Sueño e imaginación

La pelota estaba en el tejado, literalmente. Los niños, jugando, habían desarrollado un instinto de elevación que transportaba al balón al tejado de la casa suburbial de planta baja y primer piso. El escritor contemplaba desde la ventana de la casa frontera, la escena. Era junio y hacía un calor que anunciaba cálido verano. La vida se afianzaba, lenta y firme, seguramente. El escritor, como podía, levantaba acta, daba fe y redoblaba su atención y esfuerzo en mantenerse a la altura de los tiempos atmosféricos, cuando menos. No se le escapaba la vida, el calor, la fuerza infantil, pero sí que sentía que se perdía por un sendero que le alejaría progresivamente de todo eso. “La madurez siempre acaba atrapándonos”, pensó.
Y continuó con la literalidad de su obra presente. Ahora retumbaban cañonazos fortísimos, ya estábamos en plena noche y se festejaba a todo estruendo de fuegos artificiales el día de la independencia nacional. El escritor se había quedado dormido sobre sus papeles, quizá laureles. Pero era un escritor cuasi novel, sólo había publicado una vez y de penalti. Así que sus laureles eran sobre todo imaginarios, premonitorios si pensamos con cierto optimismo. Estaba en un periodo difícil, artísticamente hablando, de transición entre un modo y otro de afrontar su tarea literaria. No sabía, claro está, en qué desembocaría su andadura, pero él caminaba con paso firme, todo lo firmemente que le dejaban las ráfagas de su imaginación.
Y de pronto asoció los estridentes cañonazos del exterior con su guerra intestina, tampoco cruel pero menos festiva. No sabía qué hacer. Así que se fue con la música a otra parte, esto es, los cañonazos mutaron en golpes armónicos de una orquesta gigante, como tutti fuertemente contrastados y su cabeza siguió, siguió hasta pergeñar en su mente dormida pero soñadora el esquema bien ceñido de una novela simbólica y serena. Cuando se despertó la novela todavía seguía en su cabeza.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Caza

En la mañana del día de los corrientes, sostuvo entre las dos manos el hilo dental, procediendo a su aseo. Parsimoniosamente, diente a diente realizó la limpieza, se miró en el espejo del baño con media sonrisa adormilada y salió de la pieza. Limpió el ánima del arma y, bien pertrechado, salió de caza.
El campo de tiro le pillaba lejos, así que pasó con su coche cerca del sector dispuesto a disparar a uno o dos reluctantes. Cuando alcanzó la alambrada, espió con sus prismáticos y vio a una presa salir de una casa baja, a unos cien metros de donde se hallaba. Disparó y la abatió. Contento con su proceder, buscó otro blanco y otro y otro. Tres dianas sobre cuatro. No estaba nada mal.
Al concluir la jornada, en su casa, entró en Internet en una de las páginas de los reluctantes y vio la noticia de las tres muertes, “abatidos por la furia del cielo”, qué gracioso, pensó, menudo retórica se gastan estos gachós. Haciendo memoria para un imaginario informe, recordó que los reluctantes, aproximadamente la mitad de la población, se habían confinado voluntariamente en un encierro físico y a la vez mental, por el que todo dependía de la voluntad divina, expresada fehacientemente.
No se sabía si se trataba de un delirio cognitivo, de una serie de prejuicios, o de un fanatismo tan ciego que perdía la noción de cualquier asomo de realidad. El caso es que, al haber conseguido una jurisdicción propia, no se sabe por medio de qué retorcidas maniobras políticas, nadie podía ser imputado por nada de lo que infligiera a aquellos pobrecillos.
Y era bastante corriente que la gente de fuera, saliera de caza a los alrededores del perímetro alambrado. Sí, pensó, este deporte ha tomado mucho auge.

jueves, 1 de marzo de 2012

El anillo de Yasmina

El anillo se perdió por el camino del Lobo, cuando la caravana fue atacada por los bandidos. La cajita en que iba encerrado fue depositada a toda prisa por un mercader en peligro en un recodo, y luego no fue vuelta a recoger, quizá porque el mercader ya no iba a ninguna parte.
Yasmina iba como todos los días a por agua al manantial cuando se detuvo a descansar bajo uno de los pocos árboles que por allí ornaban al paisaje. Se recostó y se desperezó cuando su mano topó con la cajita del anillo. La abrió y quedó asombrada por el fulgor de la piedra engastada y su belleza. Rápidamente, la escondió en un repliegue de su falda.
Volvió a casa de sus amos, confusa, entre contenta y aturdida. No sabía qué hacer. Si la sorprendían con el anillo en su poder difícilmente podría justificar su posesión y, como poco la despedirían de aquella casa. Contrita, se dirigió a Salma, la cocinera, que sin duda la ayudaría. Cuando le expuso la situación, Salma se paró un momento a pensar y le dijo: “Yasmina, sin duda eres la poseedora natural de la joya pues quien la abandonase ya no tiene derecho alguno sobre ella, lo mejor que puedes hacer es lucirla sin rebozo alguno”. Yasmina quedó asombrada ante aquella respuesta y se dijo a sí misma que lo pensaría mejor antes de hacer lo que Salma le proponía.
Esa noche Yasmina tuvo sueños inquietantes y lo que mejor recordó de aquella noche era esto: Un gran pájaro se abalanzaba sobre una caravana y le arrebataba a un mercader el anillo llevándoselo a su nido, pero uno de sus polluelos lo alzó con su pico y lo lanzó fuera del nido, cayendo bajo un árbol, el árbol donde Yasmina lo encontró.
No necesitaba que nadie interpretase aquel sueño para darle a entender lo que realmente había pasado: unos ladrones habían atacado a una caravana de mercaderes y de resultas del asalto el anillo había quedado oculto junto al árbol del camino. Yasmina ya sabía que no debía seguir el consejo de Salma pues los ladrones tenían oídos por todas partes y si llegaban a saber de la fantástica historia que tendría que ir contando a todos para justificar la posesión del anillo, vendrían sin duda a arrebatárselo.
Así pues, hizo lo que debía hacer, dejó el anillo en el dormitorio de su ama, que, cuando despertó, no pensó en otra cosa que en agradecer a su marido tan generoso regalo. Este, muy impresionado por la solicitud de su esposa, dulcificó su carácter, de natural algo agriado, y trató a partir de entonces con el mayor favor a la servidumbre de la casa. El anillo, maldito por su origen, se acabó convirtiendo en una bendición. Y lo más importante es que Yasmina floreció, sonrió y encontró un marido que la quiso y la bendijo con varios hijos.