lunes, 23 de abril de 2012

La bella molinera

El molinero era un hombre acomodado, sus negocios marchaban y su cuadrilla, de hombres fieles, le acompañaba con buen tino en su quehacer. Eran años buenos, las sequías recurrentes de antaño parecían olvidadas y el arroyo bajaba cantarín y cristalino. El molino medía acompasadamente los embates del agua y seguía girando. El molinero tenía una hija, de modestia y belleza pariguales, que salía todos los días de casa de su padre para dar un paseo por la campiña circundante.
Una tarde, a principios de otoño, se encontraba plácidamente recogiendo florecillas a la vera del cantarín arroyo cuando sintió la presencia de alguna persona próxima. Miró en derredor y vio a un joven, lozano y apuesto, que surgía de los cañaverales. El mozo la saludó con amabilidad y ella le respondió de igual manera. No quiero aburrir al lector con una narración que ya es previsible. Sólo diré que, un mes más tarde, aprovechando los últimos rayos de sol se encontraban solazados con el tañer de la cítara del muchacho, que cantaba bellas canciones a la molinera. Esta le había regalado una cinta verde, prenda que llevaba atada a la cítara y revoloteaba con la brisa vespertina. El mozo había ingresado en la cuadrilla y despuntaba con maneras de capataz, trabajando duramente toda su jornada. El resto del día lo pasaba con la bella o soñando con ella a solas.
José se recitaba a sí mismo, en su pensamiento, estas líneas correspondientes al desarrollo del ciclo de lied de Schubert “La bella molinera” mientras degustaba mental y hasta físicamente su música maravillosa. A partir de aquí empieza la tragedia, pensó. Pero justo entonces sonó el teléfono con la insistencia que sólo adquiere en circunstancias semejantes, de dicha y solaz. José se desconectó de la música que seguía sonando, ya sólo como música de fondo y atendió la llamada. Su amigo al otro lado del hilo no le transmitía precisamente sensaciones placenteras. Le anunciaba lo que le parecían signos premonitorios de un golpe de estado. José, aún imbuido de la atmósfera calma y maravillosa del lied, templaba gaitas. En aquel momento el Presidente Allende salió de su despacho y al pasar por delante del despacho de José, se dirigió a él y le dijo “Espléndida música esta Bella molinera”.

lunes, 16 de abril de 2012

El informe

El informe surgió de las profundidades mentales de la intelligentsia de la oficina, ascendiendo a la superficie del papel en borborigmos y espasmos, o sea en forma de borrones mentales empastados. Naturalmente había que leer el informe para descubrir tales deformidades y monstruos, cosa que no era tan frecuente en la cadena humana que unía a genitores con receptores y lectores finales. De hecho, sólo una secretaria interina adivinó e interpretó cabalmente el alcance del destrozo producido. Pero como la cosa no iba con ella se limitó a iniciar un mohín entre resignado y alterado que no acabó siquiera de esbozar.
El informe se evacuó.
Cuando alcanzó los más altos estratos de la incompetencia administrativa, descansó y reposó. Su lectura fue aparentemente meditada y reposada, deglutida y digerida. Pero en realidad, su utilidad fue, simbólicamente, la de papel de letrina. Los manchones iban acumulándose, y ya no destacaban los originales. Cuando los distintos tintes se fueron secando, se unificó el mapa mental resultante de la exposición a tal engendro.
Colusión de intereses, hubiera alertado cualquier periodista, pero ninguno pasó por allí. En efecto, la oscura red de mentes pensantes que se anudaba por todo el ministerio y de la cual era uno de los nodos menores aquella lejana oficina, tenía por norma de acción fundamental la homeostasis, y así fluctuaba entre varios potenciales sin salirse nunca de los límites de variabilidad estipulados a fuego en la mente y el corazón de aquella raza de funcionarios.
Resultado: la apariencia de resultado, que no alteraba nada importante, ni siquiera baladí. Recuerdo que el informe fue perfectamente registrado y archivado.

lunes, 9 de abril de 2012

Sueño de la razón

Se recentró en la tarea y meditó un instante, la maqueta comenzaba a tomar aire, nunca mejor dicho, el vuelo del avión que le transportaba despegaba en ese momento. Era un modelo diminuto, que cabía perfectamente en la bandeja de su asiento frontero, las azafatas y los pasajeros que pasaban a su lado le echaban furtivas miradas.
Realizó la maniobra correcta para insertar la pieza adecuada y el avión también maniobró virando su rumbo. Estaba decidido a acabarla durante ese vuelo y trabajaba con empeño.
El vuelo era largo, trasatlántico y de noche en duermevela. A medida que pasaban las horas se iba cansando de la postura forzada que tenía que adoptar, encajonado como estaba en ese asiento tan pequeño y con tan poco espacio para desplegar las piernas. Se levantaba y recorría lentamente los pasillos hasta llegar a la cola de la nave para pedir una naranjada, después deshacía el camino y reanudaba el trabajo.
Pero algo andaba mal, le faltaban piezas, el pegamento no era el adecuado, el plano era incorrecto, el caso es que la tarea marchaba mal, francamente mal. Entraron en zona de turbulencias y los baches de aire lograban despertar a más de uno dejándolo azorado unos instantes. Caían rayos que envolvían al aparato. De repente el pasajero del Airbus tomó conciencia de que nunca acabaría la maqueta. El rayo descargó sobre el avión.

lunes, 2 de abril de 2012

La rentrée

Al acabar el verano, los quehaceres pendientes acumulaban sobradamente trabajo para un par de meses. “Vaya veranito”, pensó Gómez sentado indolentemente en su escritorio. El otoño ya se sabe es una de las estaciones de la lasitud. Los sustitutos habituales, como siempre, habían pensado prudentemente que lo importante no era cosa suya y lo de trámite no era imprescindible.
Consecuentemente, a Gómez y a sus compañeros les caía encima a cada nuevo comienzo de curso un chaparrón, un aluvión difícilmente digerible antes de Navidades. Acompañaba al trámite un recorrido mental parejo que constituía una de las características fundamentales de todo oficinista. Era un divagar, un si es no es de espíritu que los convertía en gallegos de adopción -nunca se sabía si subían o si bajaban-.
Gómez cogió un papel, al parecer al azar, pero no, y lo sometió a la terapia habitual: certificado, informe, propuesta y finalmente compulsa. Depositó el resultado en el cajón de “salidas” y se quedó inmóvil, satisfecho. Era la proeza de la burocracia, crear de la nada, ex novo, un problema, allí donde no había sino fárrago y confusión, sobre todo mental.
Gómez se sumió en un profundo vacío interior, común a casi todos sus compañeros al menos en horas de oficina y siguió aplicando los mantras oficinescos en horario riguroso. Se dio cuenta de que el mundo se acababa peligrosamente en los confines de la oficina. No sabía nada de espacio pero sí de tiempo: llegaba la hora de echar el cierre por hoy.