martes, 29 de mayo de 2012

La guerra...y la paz

El encuentro tuvo lugar en la planicie colindante al valle donde tuvieron lugar los últimos enfrentamientos. La guerra no daba más de sí. Todos lo sabían y algunos lo temían. Las delegaciones de los contendientes acamparon bajo la luna y se aprestaron a pasar la noche. Al día siguiente se reunirían para parlamentar. Esa noche muchos la pasaron en vela, devanándose los sesos premonitoriamente con los entresijos de la conferencia del día siguiente o simplemente dejándose llevar en la duermevela por pensamientos divagatorios o de apaciguamiento.
Al despuntar el sol, los sacerdotes de ambos ritos oficiaron los rituales consabidos y se consagró el espacio sagrado de la reunión. Los oficiales de servicio despejaron el terreno de maleza y ramas, dejándolo como espacio exento. A media mañana las delegaciones se desplegaron sobre el terreno, en riguroso orden. Los secretarios empezaron con el trabajo de ir limando los puntos de aspereza que todavía constreñían el futuro acuerdo de paz.
Las negociaciones tenues, sutiles, duraron cerca de dos semanas. Finalmente, tuvo lugar la reunión de alto nivel entre los embajadores de ambas potencias. Intercambiaron delicuescencias diplomáticas en el antiquísimo idioma de la alta diplomacia. Al poco rato, después de los vítores y hurras de rigor, el espacio del encuentro se vació rápidamente de concurrentes. Todos tenían prisa por volver a sus lugares de origen y descansar y fabular las batallas que habían vivido.
El desierto fue de nuevo lo que siempre había sido. Los guijarros seguían luchando según antiquísimos planes de combate en una dimensión temporal geológicamente fuera del tiempo humano. Al cabo de eones la planicie se había cubierto de sedimentos desprendidos de las alturas del valle y todo esfuerzo humano había quedado cancelado milenios y milenios antes. ¿La paz? El arte de la guerra es natural, la paz es una excrecencia humana y como tal, perecedera, mortal y corruptible.

martes, 22 de mayo de 2012

El juego

Prisionero del Necronomicón * de bolsillo, Ander deambulaba sin sacarse la mano del bolsillo derecho del pantalón, apretando firmemente contra su muslo el ejemplar. No podía evitarlo. Se había convertido en siervo de aquel tratado mistérico y debía pasearlo por toda la ciudad para su orientación y relajo. Notaba los latidos del corazón maligno que encerraba la obra en su seno. Repercutían en su mano, en su muslo, en todo su cuerpo. Reverberaba como el sonido de un vaso de cristal percutido regularmente.
Y ese ritmo sobrevenido le hacía acompasar sus pensamientos y sus actos al orden del pequeño corazón pulsante. Sabía que nunca acabaría de sentir aquel pulso en su entraña. Una vez hecho presa, el trasgo no soltaba jamás el bocado. Por lo demás, se acomodó bastante bien a aquella situación y pronto le pareció que siempre había vivido siervo del libro. No era un ser doble, como una estrella doble, fatídicamente unida la pareja estelar por tramas gravitatorias ineluctables; su ser había mutado, bien era cierto, pero ya había olvidado su anterior condición, su respiración preterida.
Ander aminoró el paso, se acercaba al punto, quizá fatídico, al cual el ser del libro le guiaba inconscientemente. Era el edificio del Museo de Ciencias de la ciudad. Al entrar, le salió al paso la gran imagen del péndulo de Foucault, midiendo la traslación del planeta. Pensó que él mismo era un trasunto del péndulo, resonando según las fuerzas del mal que le poseían. Medía el círculo de la maldad en el mundo, cada vez de mayor amplitud, según notaba.
En la gran sala donde reinaba reconstruido el esqueleto del brontosaurio comprendió que aquel había sido un animal de compañía del homúnculo dominante en su nuevo yo. Y reconocer una pertenencia del otro le hermanó instantáneamente con el monstruo prehistórico. Y le hizo comprender que el bien no lo tenía todo perdido: desde la inanidad moral del brontosaurio el otro tenía ahora que lidiar con un ser moral como era él, Ander, o al menos había sido antes de la posesión.
Acarició suavemente el lomo del libro en su bolsillo, aquella jugada no iba a ser la última. Y si había partida, el ganador no estaba señalado de antemano.
Ander salió del museo menos unidimensional de lo que había entrado. Empezaba a conocer las reglas del gran juego del bien y del mal.  







* Para H. P. Lovecraft, autor de fantasía y terror, en el ciclo de relatos de Cthulu, libro maléfico y maldito escrito por un monje árabe loco.

martes, 15 de mayo de 2012

Proverbio del olivo



El entorno del olivo entonó un mea culpa que resonó por todos los frutos caídos, a modo de trémolo compaginado con una suave pero persistente brisa. Andaba el árbol contrito por la escasez de frutos producidos en aquella estación. Salvaguardaba la savia como era su costumbre y la clorofila, comme d´habitude. Pero no se avenía a razones, el pobre.
Todo su mundo le decía que había perdido ¿qué? No lo sabía, sólo era un árbol en un olivar. Aprovechó ese instante de incertidumbre para mejorar su riego desde una alejada radícula. Satisfecho comprobó que todo su sistema estaba en orden. ¿Orden? El que le había conducido a aquella penosa situación. No producía lo suficiente. Problema sin solución, ¿eso dejaba de ser un problema? Funcionalmente podía ser, pero afectivamente…
El olivo necesitaba de la caricia del viento entre sus hojas, del ritmo voraz de sus insectos y pajarillos, de la lluvia feraz, incluso del rayo traicionero que alguna marca, alguna vez, le había dejado en su tronco.
Y por encima de todo, necesitaba de la alabanza, ruda alabanza, de sus recolectores y vareadores, sí, aquellos que practicaban con el palo y tentetieso entre sus ramas. Y aquella estación se veía privado de tal estímulo, por culpa de su maldito estreñimiento.
Sumido en sus pensamientos, el árbol no sintió una hojita que se soltaba de repente, volandera y se posaba, con dulzura, sobre los frutos caídos y no recogidos. Rumia árbol tus pensamientos, que perderás cada vez más tus frutos.

martes, 8 de mayo de 2012

Amor

El epicentro de su vida era aquel perro, del que emanaban ondas vibratorias que masajeaban constantemente su corazón. Artemio acababa de pasear con Chicho por el parque y ahora lo dejaría en casa hasta el mediodía.
A poco que no lo intentase recordaba a Chicho a lo largo de la mañana, en el trabajo, en el desayuno, hablando con los compañeros, y, ya, llegada la hora, abría con el corazón anhelante la puerta de su piso donde le esperaba Chicho hambriento de carantoñas y pamemas. Era su vida, la de una pareja equilibrada, sensata y consciente de sí misma.
Los meses y los años transcurrían dichosos (en general) y fluidos. No perturbaba la convivencia ningún monstruo grande o pequeño. En suma, se acoplaban perfectamente.
Cierto día, Artemio encontró a Chicho abatido y contrito esperándole detrás de la puerta del piso. Gimoteaba y no hacía mucho caso de las atenciones que le prodigaba su dueño. Artemio pensó en cualquier contratiempo, una enfermedad, un súbito desmayo y pidió hora con el veterinario.
Tras la inspección de rigor, la noticia: Chicho era hermafrodita, sus genitales femeninos habían tardado mucho en desarrollarse y estaba embarazada. Desconcierto tras la sorpresa y preparación para el embarazo.
Y la duda: ¿a qué sexo encomendarse a partir de ahora en la acolchada relación entre Chicho y Artemio?

Eva amada

El orden se derrumbaba sin remedio. Las vicisitudes por las que pasaban los hombres no eran sino penalidades y esfuerzos ímprobos. Sonaban ya los clarines del final de una era y el desconcierto era máximo.
Sujetando un par de columnas del templo de la Seducción, Eva lloraba por la muerte de sus amantes, vencidos en la batalla del tiempo. Ella podía llorar aún, pero no le quedaba ya mucho tiempo más. O bien mirado, sí. Septuagenaria, que no nonagenaria, le quedaban todavía unos veinte años de vida. Pero, ¿qué clase de vida? Sin pareja estable, la seducción y el sexo no parecían ya el camino trillado que hasta ahora transitase.
Estaban las residencias de mayores y los viajes del IMSERSO. Pero Eva picaba demasiado alto para todo eso. Los cócteles y saraos en embajadas y centros oficiales le cerraban las puertas a estos efectos, así como las recepciones en salones y fiestas varias. Que habían sido su coto de caza preferido en los últimos cuarenta y cinco años.
Eva comenzaba a desesperarse y se preparaba para el encierro más o menos solitario en sus propios salones y habitaciones al modo, quizá no tan dramático de la marquesa de Merteuil, pero sí en similar confinamiento. Y de repente, se dio cuenta de que la vida la había derrotado finalmente. Había perdido su vida. Concentrada en ese orden de pensamientos, poco a poco experimentaba una clara transformación., de ente material a ente espiritual puramente.
O por así decirlo, su inversión vital ya no se realizaría materialmente, o bien sólo residualmente. Asumiendo plenamente esas ideas y sensaciones, su espíritu, ella misma ya, se liberó de las ataduras de la carne. Y se convirtió en un espíritu libre. Ya no esperaba nada y todo le llegó por añadidura.

martes, 1 de mayo de 2012

Vacación soñada

 
Pedro soñaba con volar a Croacia y dormitar en una playa semi-desierta, a ser posible. A Nacho le hormigueaban la nariz y las meninges a propósito de otra nariz, la de la Gran Esfinge. Curro revoloteaba mentalmente por el Tirol y aledaños. A qué seguir, la variabilidad de ansiedades, deseos e ilusiones del personal en relación con el tema vacaciones, era tan amplia como dilatada la tropa.
Pero aquel año, había decidido el jefe, se cerraba en agosto, lo que contentaba a unos e indisponía a otros, más o menos por igual. Egipto, por ejemplo, quedaba relegado ad calendas graecas. El Tirol OK. Ya contritos, o bien contentos, todos comenzaron con los preparativos de la gran vacación anual. Se respiraba un ambiente raro en la oficina, mezcla de ansiedad por la proximidad del evento y relajación por sus consecuencias. Nadie añoraba desde luego otra atmósfera mental. Pero, curiosamente, nadie parecía demasiado conmovido tampoco.
Las cosas se mantuvieron a medida que se acercaba el 1º de agosto. La noche anterior a la salida, casi todos sufrieron algún problema de sueño, las vueltas en la cama se empezaban a contar, los pensamientos rumiatorios se acrecían. Derrotados pero contentos amanecieron los veraneantes, pues ya ésta era su condición, el primer día de agosto. Todos se encaminaron a la oficina de Sueños y otras Imposibilidades, que estaba bien céntrica.
Aquel día el programador central de cielos había estatuido nuboso con claros en toda la macroesfera. Poco a poco, tras rigurosa cola, se fueron adentrando en las oquedades dispuestas al efecto para los soñadores, ilusos y alucinados, como eran tradicionalmente denominados los usuarios de aquella oficina.
Y, conectados al sistema mediante ondas bidireccionales empezaron a soñar, a alucinar con sus destinos elegidos. La sensación era óptima, lástima que debido a las restricciones al uso, la utilización de aquellos simuladores se restringiera a una vez al año como cuando antiguamente, en la Tierra, los países occidentales acordaban vacaciones para sus trabajadores. Y el cupo de vacaciones se agotaba, pues la Sala del Suicidio Inducido funcionaba a pleno rendimiento para aligerar personal, y carga a la macroesfera. ¿Qué hubieran dicho los sindicalistas de antaño?