lunes, 12 de septiembre de 2016

A destiempo

Deseo que la vida me ampare y me sosiegue. Esta brevísima oración atravesó el rostro de María, la noche del martes, justo al posarse su avión de regreso a casa. María saltaba ágilmente de señal de tráfico en panel indicador y semáforo, y vuelta a empezar, mientras conducía por la gran ciudad. El miércoles de mañana, con la vida por delante, desayunó sin prisa, leyó el periódico deteniéndose en los regatos que dejaban en forma de sueltos, algunas noticias importantes, y se vistió de época, de época contemporánea. No se le arremolinaban apresurados deberes, tenía como suele decirse, todo el tiempo del mundo.
Salió a la calle, a pasear con dulce morosidad y sin afán de desvanecimiento. El tráfago ciudadano no la desvaneció y se recortaba su silueta al sol. Se dispersó en mil y un afanes andariegos que reclamaban su aquiescencia a derecha e izquierda. Llegó al café de sus citas de toda laya, sola esta vez. Se sentó a una mesa y pidió un café. Se lo llevó el camarero del escorzo, como le apodaba. Tenía un aire su cara a medio garabatear, como si lo hubieran parido y criado con prisa. Sonrió y sorbió un poquito el café. No echaba azúcar, se había acostumbrado y le complacía cada vez que lo recordaba al saborear el amargor.
La mañana se estiraba en hilos finamente tensados, la telaraña se proyectaba fuera del establecimiento, muy lejos, a miles de kilómetros. María pensó en vidas posibles, vidas abiertas y no cerradas. Su marido, Juan, recién adquirida su condición de profesor invitado en una universidad de Puerto Rico, encarnaba una de ellas. “Está abierta”, desechando una miga ¿imaginaria? de su presencia, al borde de la mesa. Se levantó y dejó caer, tintineantes, unas monedas sobre la mesa.
Conducía despacio, sin levantar la vista del horizonte abierto y seco. Un toro de Osborne también oteaba el horizonte desde un altozano. No se podían cruzar sus miradas. “Elena llegará pronto”. María descrispó las manos alrededor del volante. No tenía nubes que guardar en su corazón. “Ligera de equipaje”, pensó. En la posada deshizo su maletín de viaje y contempló por un momento su ropa colgada en el armario. Era suficiente. Se metió en la cama y durmió.
Sueños incoloros vagaron fantasmagóricos toda la noche para desvanecerse cuando despertó, muy temprano. “No es la hora del desayuno”, y se preparó para expeler las horas que faltaban todavía, antes de levantarse, con cada expiración. En el comedor, pocos comensales, algunos en pie de guerra, otros en pie de paz. Se sirvió un café largo y algo de fiambre, un yogur y queso. Poco después estaba leyendo el diario de su ciudad en un saloncito. Papel y tinta contra los dedos, aún.
Pensó en la biblioteca infinita y en las infinitas vidas que la habían traído al mundo, “Borges”, se llamaban. María pensó en Elena que pronto volaría desde Puerto Rico y alzó la voz para pedir una tónica. “Es fiable y amarga”, ¿como su propia percepción del mundo? ¿Elenita pensaría eso de su madre?
Tenía 53 años y la biblioteca todavía no la había alcanzado.

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