jueves, 18 de mayo de 2017

El trovador languidecía. Su dama ya no era fuente de inspiración para él. No entendía cómo había cesado el flujo amoroso que les unía en comunión espiritual. Pero fiel hasta la muerte, decidió que si el amor ya no era para él, viviría entregado a la guerra.

Entró en la compañía de un capitán de fortuna que por el camino pasó. Muchos lances le acompañaron pero en ninguno vio peligrar su vida. Empezaba a encanecer y el capitán le dijo con buenas palabras que más valía muerto que vivo.

Accedió entonces a un monasterio cercano, desempeñándose como monje lego y mientras ordeñaba a las cabras repasaba su vida, al ritmo sincopado de la leche que manaba de la ubre.

Comenzó a darse cuenta de que siempre le había faltado un verdadero ritmo interior, un pulso con el que sentirse en armonía y en paz. Repasando sus versos, no encontró nada que pudiera salvarse de la quema.

Entonces se sintió más libre y empezó, a escondidas, a chupar de la ubre de la cabra. Sintió que el espíritu del animal le poseía y desde esa noche durmió entre sus cabras, alegando la necesidad de protección del rebaño. Volvía a soñar, después de muchos años y creyó apaciblemente que el monasterio sería el lugar de sus últimos días.

La guerra, que ya no habitaba en su espíritu, pasó a morar en su paisaje vital y redujo a escombros su monasterio. La soldadesca dio buena cuenta de las cabras, después de violarlas.

Aquel trovador-soldado-monje languidecía y cuando murió, una pequeña cantidad de semen manchó su calzón. Quizá era un tributo que aún no había pagado a la música de las esferas, su último seno materno.

No hay comentarios:

Publicar un comentario