miércoles, 14 de junio de 2017


El recital de admoniciones y añagazas contenía varios de los tonos habituales de medias verdades y calumnias, golpes bajos y zancadillas, aderezado todo ello con sonrisas falsas y melifluos apretones de alma.

Era una representación en toda regla de los parabienes y quereres en aquella sociedad literaria, que tenía su sede en los bajos de una antigua caja de ahorros reconvertida tras la crisis.

Su sala de espejos era famosa entre los conocedores por sus aquelarres de imágenes reflejadas, metáforas vivas de los modos y maneras de los contendientes a sus justas de letras.

Las batallas eran rudos ejercicios de despellejamiento mutuo para a continuación echarse sal en las heridas. A carne viva, la tinta manaba.

"¡Buen signo!", "¡Buen signo!", asentían a coro los miembros, que más parecían la plebe sedienta de sangre de las decapitaciones públicas en guillotina durante la Revolución Francesa. Incluso se daban unas a modo de tricotteuses que enredaban en volutas de palabras, necias y tristes, a aquellos que se ofrecían como oficiantes del servicio literario.

No había salvación una vez atravesado el umbral, al modo del infierno de Dante.

Y ciertamente, como vivimos tiempos más felices y prudentes que el del Dante, nadie lo atravesaba. Era pues un reducto ocupado sólo por ecos de lo que alguna vez pudo ser y nunca fue.

Un no-lugar de un inmundo mundo que nadie conjugó jamás.


La descripción previa es un ejemplo de la posibilidad de exploración de las grisuras que median entre el ser y el no-ser, a la occidental manera y en un aporte de la literatura a la filosofía, sin presunción de inocencia por parte de la primera.

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