domingo, 14 de enero de 2018








La fortuna de la palabra

El refugio de las letras siempre ha sido la esperanza en un pasado mejor. Esto es, recorrer el tiempo desde el futuro, promisorio, hasta el pasado pleno. La vida literaria íntima siempre nos ha dado esas sonrisas.

Que devienen intenciones de comprobar la situación real de la literatura en cualquier tiempo y lugar. Así, para cualquier presente dado, el pasado literario nos proporciona siempre el afán y el gusto por la perfección y el prurito escritor.

No podía ser de otro modo, puesto que somos, literariamente hablando, plumas que ya han escrito, humedecidas en la tinta que corrió por las páginas que ya fueron.

Que el pasado de las letras siempre fue mejor lo avala no sólo el estilo y la mano de cada uno de los escritores de cualquier presente, sino la fe en la propia vocación literaria del escritor.

En efecto, ¿quiénes nos creemos que somos? Algún vate que fue o no llegó a florecer. El modelo está impreso en los genes de cualquier escritor. El modo de trabajarlo es responsabilidad suya.

La forma es lo que nos diferencia como escritores, porque del fondo, nada nuevo bajo el sol. Y la forma del escritor no tiene sentido sino recurriendo a la forma que ya fue, en el pasado.

La escritura es una forma de memoria, de memorial, pues. Recombina y recuerda porque las letras son siempre la recuperación de la palabra ida. La palabra es primero, después viene la escritura.

Formalmente, no hay escritura, sino diálogos en el infierno literario entre espectros y trasgos. La unidad literaria está empaquetada desde mucho antes de que naciera el escritor presente.

Este, sin mayor dilación, consigue la dirección y las referencias que le hacen mayor, de edad literaria, para lanzar a su vez una piedra en el camino, que es aquella en la que tropezará algún escritor futuro.

Y cayendo de bruces, topándose con el duro suelo de la realidad, es como empezará a remontar el vuelo hacia la literatura, desde la piedra puesta en el camino. Se suceden los tramos de esta singular carrera de relevos en el tiempo y en el espacio.

Sufriendo siempre, porque la escritura requiere el previo pago del peaje del dolor, ni que sea un dolor de cabeza, pero dolorido, el escritor tiene que recurrir al árnica del pasado para recomponerse.

La sensación doliente que le envuelve le llevará en volandas por su trazo literario a trabajar ese pasado y a darle la forma que ya tenía, aunque no estuviese todavía presente a la vista.

La fortuna literaria, en nuestros tiempos, de post vanguardias del siglo XX, recae una vez más en los espejos deformantes del callejón que nos traen un pasado inconexo y deslavazado pero siempre de buena pátina.
Somos actualmente, una suerte de desmemoriados en busca del tiempo perdido por cada cual. Así tenemos que encontrar nuestra línea de referencia como tras una batalla que sólo ha dejado escombros y barricadas derribadas.

Si somos fieles, a lo que nos plazca, veremos en algún recodo de nuestro camino esa tenue luz que nos ayude a transportar, en nuestro bolsillo abultado por la piedra del antiguo escritor, la gloria de pertenecer a tan antigua estirpe.

La soledad del escritor le aguanta todos sus pesares y desdichas como una amante íntegra y cabal. La solución a la futilidad y vanidad que a veces trae consigo la escritura está ahí.

Solos pero acompañados por toda la caterva literaria antigua, nos disponemos ya a emprender el camino de la escritura propia, con compromiso y marchamo de exclamación doliente por el pasado.

Y nos dirigiremos, siempre ahítos de lo que nos depara la vida y el destino, hacia donde nos conduzca nuestra suerte y buen hado, si somos felices y contentos con esa nuestra suerte.

La fortuna del escritor reside en el pálpito de todas las sensaciones de la vida y del arte ante cada nuevo empeño literario y artístico. Requebrados por ellas, las musas y el afán de componer un reguero de...palabras.

No vanas palabras, sino palabras que se dirán, por alguna boca y laringe próximas a nosotros de alguna manera. Cualquiera conexión es válida para encontrar esa boca, conocida o desconocida.

Porque uno de los misterios de la escritura reside en la condensación de la emisión de la palabra. De un largo escrito, tal vez, sobresalgan de los labios antedichos unas pocas, poquísimas palabras, quizá transmutadas y, bien pudiera ser, sobreseídas.

Una de las funciones de la escritura es lograr que el lector ahorre sus palabras, las aquilate y mida con tiento y emita sólo las necesarias a su voz, ya alterada por sus lecturas.

Porque la fe en la comunicación debe llevarnos en volandas desde nuestros arcanos literarios hasta nuestras voces prometidas, en el futuro que ya no será promisorio sino bienhallado.


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