domingo, 25 de febrero de 2018

 



La herida no era luminosa sino ominosa. El guardián de la puerta se afanaba en sus horas blandas para perseguir la fuente de sus sueños.

El perro armaba aquel sueño directamente sobre sus costillas, leyéndole el pecho a su dueño, que descansaba. Apaciblemente, él se durmió también.

¿Cómo puede durar el amor? ¿A qué sirve resguardarlo y protegerlo?

Para dormir acurrucado en su seno y para arrullarlo con suave canto y saliva benéfica.

La función primordial de la bestia, en el sueño, era permanecer agazapada para fintar un salto al cuello del hombre y degollarlo, lo que nunca ocurría, pero ocurriría...

El sueño devoraba dientes, aliento, sal y postales antiguas. Todo en la comisura de los labios añosos pero no añejos de aquel a quien guardaba.

El dueño no era anciano, ni joven, promediaba su vida y hendía sus afectos en la trama hecha de su buen hacer y fervoroso recordar.

Sabía y no sabía a quien le debía su aliento. Sabía y no sabía...

Pero el cuchillo se hendía en la carne del perro, no una, sino hasta por cuatro veces.

La herida fue ominosa. Supo restallar honda y fosca en la cara de aquellos que le acuchillaron.

Era la fe o la nada.

Fue final y ósculo hambriento. Dulce y añoso como una fruta jugosa de aquel tiempo que pasaba y sin embargo duraba.

La sentina de los corazones contenía flores y arrullos. Una vez más, la vida prosiguió.

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¿Quién dura más? ¿El poema en prosa o la narración subyacente?

Aquí, ut supra, he clavado sobre la puerta de mi iglesia particular unos puntos que quería hacer legibles, una vez leída una noticia que dejo enlazada. No me ocupa otra cosa. Gracias.

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