lunes, 2 de abril de 2012

La rentrée

Al acabar el verano, los quehaceres pendientes acumulaban sobradamente trabajo para un par de meses. “Vaya veranito”, pensó Gómez sentado indolentemente en su escritorio. El otoño ya se sabe es una de las estaciones de la lasitud. Los sustitutos habituales, como siempre, habían pensado prudentemente que lo importante no era cosa suya y lo de trámite no era imprescindible.
Consecuentemente, a Gómez y a sus compañeros les caía encima a cada nuevo comienzo de curso un chaparrón, un aluvión difícilmente digerible antes de Navidades. Acompañaba al trámite un recorrido mental parejo que constituía una de las características fundamentales de todo oficinista. Era un divagar, un si es no es de espíritu que los convertía en gallegos de adopción -nunca se sabía si subían o si bajaban-.
Gómez cogió un papel, al parecer al azar, pero no, y lo sometió a la terapia habitual: certificado, informe, propuesta y finalmente compulsa. Depositó el resultado en el cajón de “salidas” y se quedó inmóvil, satisfecho. Era la proeza de la burocracia, crear de la nada, ex novo, un problema, allí donde no había sino fárrago y confusión, sobre todo mental.
Gómez se sumió en un profundo vacío interior, común a casi todos sus compañeros al menos en horas de oficina y siguió aplicando los mantras oficinescos en horario riguroso. Se dio cuenta de que el mundo se acababa peligrosamente en los confines de la oficina. No sabía nada de espacio pero sí de tiempo: llegaba la hora de echar el cierre por hoy.

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