El
sol jugueteaba con el niño al despertar en la mañana. A través de
una rendija en la pared, un rayito de sol cosquilleaba sobre su nariz
durante los meses de verano. Niño hacía pasar el rayito de luz
desde su nariz hasta el extremo de una oreja, o al menos eso
imaginaba él, luego hacia sus labios que abría para simular
comérselo con deleite. Imaginaba que tenía sabor a dulce, el dulce
que había probado una vez y cuyo sabor se le había quedado impreso
a fuego en sus papilas gustativas. Desde entonces lo recordaba. Pero
Madre siempre entraba en la habitación y hacía levantarse a su
hermano mayor y a él, para cumplir con los deberes diarios. Salían
en expedición al Exterior, el terrado de su edificio, cubierto años
ha de maleza y hierba, donde arrancaban hierbajos y frutos silvestres
con qué alimentarse. Había que tener mucho cuidado con el Exterior,
les decía siempre Madre, porque cualquier cosa podía pasar. Así
que sólo salían en razzias fugaces y recolectaban durante una hora
por vez, no más. Luego de ese tiempo, Madre les hacía gestos
imperativos para que regresaran a la escalera. Los sedimentos, a lo
largo de los años, habían levantado montículos y creado oquedades
en la superficie del terrado, por lo que siempre era tentador
esconderse y desobedecer a Madre. Niño nunca lo hizo, no sabía por
qué.
En
el sótano estaba el Grifo, del que manaba agua, casi siempre. Para
cuando no ocurría hacían acopio de agua en baldes y barreños de
tamaños y colores diversos. No solían ponerse enfermos, pero Niño
recordaba bastante claramente que hubo una vez otro Niño que enfermó
y ya nunca más se supo de él.
En
el terrado Niño jugaba con su hermano mayor a juegos que no
entorpecieran la recolecta, claro. Se hacían guiños, toda clase de
muecas, horribles y zafias, y también sabias y lindas. Tenían un
pequeño balón de trapo que se pasaban subrepticiamente y alguna vez
se les escapaba montículo abajo. Entonces había que esperar con
mucha fuerza que alguna oquedad lo retuviera en el límite del
terrado y no se precipitara al vacío. Siempre lo lograban. Niño se
decía que su hermano mayor y él debían tener mucha fuerza.
El
día siempre pasaba, igual a sí mismo. No lloraban, ni gritaban, ni
hacían casi ruido alguno, adiestrados como estaban por Madre para
ello. Sabían, porque Madre se los había dicho, que un día vendrían
los recaudadores de impuestos y, puesto que no tenían con qué
pagar, se llevarían para siempre a Madre. Esto no les preocupaba en
exceso, formaba parte del futuro, ese tiempo en que las cosas podían
ser diferentes y no del presente que se alargaba morosamente, día
tras día. En todo el edificio no había más que ellos tres, siempre
había sido así, salvo por el otro Niño, claro. No solían hablar
mucho entre sí, en parte por respetar el silencio debido y en parte
porque así habían sido criados y no sentían la necesidad de
hacerlo. No tenían miedo, de la soledad relativa o de la oscuridad,
nadie les había enseñado a temer. Salvo al Exterior.
Acampaban
en distintos niveles del edificio, según las épocas y estaciones.
En verano siempre volvían a la habitación del rayito de sol, lo que
ponía muy contento a Niño.
Murieron
sin darse cuenta de ello, desintegrados súbitamente en el bombardeo
subsolar de lo que quedaba de la antigua capital de Nayar, algún año
que ya no recuerdo.