martes, 27 de diciembre de 2011

Los cantos del paraíso

Los cantos de sirena arreciaban, el mar espejo azulado, en metálica calma. ¿Sería el momento de ceder? Pensó, y una lágrima furtiva le rondó. No sabía qué hacer. La navegación en solitario era una antena para los males y bondades del mar y del mundo tan alta como el mástil de su pequeña embarcación. Le estaba atrapando el mundo, a él que siempre lo había huído y denostado. Y precisamente en mitad de su trayectoria de fuga. La costa cercana, tropical y húmeda, amansaba su corazón, mecía su espíritu y masajeaba con dulzura su piel expuesta al sol y a la brisa. ¿Y si…? De repente atracó y se dispuso a desembarcar.
Se encontró en medio del paraíso del triste trópico. Pobreza, aún miseria, pero felicidad en los rostros y acogimiento en los gestos. Ni rastro de Coca-Cola, buena señal. La mujer se le acercó lenta y suavemente y le hizo seña de seguirle.
Se enzarzaron en amoroso abrazo durante horas.
Pasó la noche en su barquito, enfebrecido y radiante, paradójicamente a esas horas. Al día siguiente volvió a desembarcar y se repitió el ciclo durante venticuatro días.
La vigésimoquinta noche se debatía presa de una fiebre furiosa. Volvíó a tierra y pasó la noche con la mujer.
Se acomodó al ritmo del poblado y dividió su tiempo entre la pesca, la talla de figuras para hipotéticos y aún imprevistos turistas, y ella.
Su piel cambió, su tez se atizó y se tensó hasta llegar a resonar como un tambor batiente al ritmo de sus latidos. Su lenguaje corporal se refinó y se hizo asequible fácilmente a los demás algo que nunca anteriormente había logrado. Su mente perdió aristas y rugosidades enlazándose en armonía con otras mentes.
Se había convertido en otra persona. Quizá, ¿estaba enfermo? No tenía duda, la mujer, su amante le había inoculado un virus, pero no le importaba, y eso, que debía ser lo más aterrador era una futesa volandera en el paraíso.

martes, 20 de diciembre de 2011

Señac, piloto de combate

Jugar la partida…esa era la causa, la noble causa que estaba en juego. La tabla del Monopoly estaba expuesta, dispuesta al rifirrafe de dados y fichas que se iban a lanzar en tropel en pos de un triunfo no por hipotético menos tangible en la mente de cada cual.
Señac jugó, Lanis jugó, Restero jugó…la partida había comenzado. En la nave de guerra iban adelantados los preparativos del próximo combate, pero todavía no se había movilizado a todo el personal, entre ellos los jugadores.
Lanis iba comprando casas de la avenida Torlac de Nueva Posidonia, la ciudad Empenia fundamento de esa versión del juego. Como solía ocurrir, grandes catástrofes inmobiliares estaban siendo anunciadas que se llevarían por delante el imperio de Lanis. Aquello ocurriría dos, tres, cuatro veces a lo largo de la partida. Todos estaban preparados para éste y otros avatares de la fortuna.
Delante del tablero los jugadores sentían leves sacudidas que, poco a poco, iban incrementándose. Pero todavía no afectaban esos movimientos a la estabilidad de las fichas. Señac sabía identificar los signos premonitorios de la batalla, y se estaba aproximando.
De repente, Restero tomó la iniciativa y comenzó a acumular capital con lo que instaló varios hoteles en las principales calles. La partida iba adquiriendo forma y consistencia, igual que el zafarrancho en la nave.
A las dos horas aquello estaba sentenciado. Restero se hizo con el triunfo y Señac sonrió con un punto de amargura, había vuelto a perder. Venía perdiendo desde hacía un año cuando Entelo murió pilotando su caza en la escuadrilla que comandaba. La partida de Monopoly era otro grano de arena que caía en ese reloj que taladraba su mente. Sabía que su fin estaba próximo.
Los implantes extrapiramidales de los tres hombres se activaron casi al unísono llamándolos a la acción. Señac se guardó en un bolsillo del mono su ficha del Monopoly.
Pocos minutos después estaban en el espacio, alrededor de su destructor, como aleteantes pajarillos que titubeaban un poco a la hora de tomar una determinación. Señac dio la orden y partieron en dirección al campo de batalla. Su ficha del Monopoly estaba aún en su sitio.
Las cosas no fueron bien para los galácticos y, entre otros muchos, el caza de Señac fue alcanzado por fuego enemigo. Con la despresurización la ficha verde de Señac fue eyectada al espacio.
No se posaría en tablero alguno por el resto de la eternidad, al igual que los restos de Señac, piloto de combate.

martes, 13 de diciembre de 2011

El cremallera

“La utilidad del despecho”, vino en pensar Adolfo. Subrepticiamente, casi insidiosamente, el recorrido del pequeño cremallera transitaba por los intestinos del bosque, recortando a cada nuevo tramo una nueva línea de abetos. Adolfo miraba por la ventanilla, la mirada perdida en el verde oscuro del bosque. Era la primavera alpina y su mirada ardía, a ratos, junto con las llamaradas frías del cielo azul.
En ese instante, Adolfo era un corazón despechado, de amor perdido. De sobras conocía el valor de la templanza y era de espíritu práctico a la par que un punto ensimismado, pero a Adolfo hoy le podía su triste situación amorosa. Elena le había dado calabazas en la estación del valle y ahora ascendía solo a la cumbre. El trenecillo iba casi vacío a hora tan temprana fuera de estación. Compartía vagón con una joven de aspecto algo descolocado, agazapada tras sus lentes a través de las que se esforzaba en empeñosa lectura de algo que podría ser, por su grosor, bien la guía de ferrocarriles suiza, bien una novela-río.
Consecuencia de su despecho, su corazón era desdeñoso en ese instante, y su mirada no se detuvo más de un breve soplo de atención sobre la joven. El recorrido del tren proseguía con la imperturbabilidad de la corriente eléctrica aplicada a la locomoción. Hasta que, de repente, el tren cremallera se detuvo en medio del bosque. El silencio impregnó el ambiente, de un modo tranquilo, de buen humor campestre.
Y la joven de las gafas se sacudió el pelo, de un brillo y sedosidad aptos para aliviar al corazón más contrito, como era el suyo. De pronto el despecho se tornó inútil, y para Adolfo lo inútil era sinónimo de invisibilidad moral, de nuda inexistencia. Una joven bajó los escalones de su corazón mientras otra, simultáneamente, ascendía los peldaños. El tren se puso en marcha empujando a los dos pasajeros contra sus asientos. La mirada nada miope de la joven resbaló suavemente sobre el rostro de Adolfo, dejando un rastro riente. Adolfo le sonrió abiertamente y la joven respondió del modo que era costumbre en la época entre las jovencitas de su posición.
La cremallera se iba engranando al paso medido de sus corazones, ambos lo sabían. Y ahora la llegada a la cumbre serviría de excusa para entablar la consabida y aleteante conversación. Amor quedaba servido una vez más, esta vez a eléctricos impulsos.

martes, 6 de diciembre de 2011

La bestia

El letargo acabó imponiéndosele al caballero andante. Durmió el sueño de los justos durante….el tiempo no cuenta, es materia indefinida en aquella esfera de la percepción, pero sí se puede decir que durmió durante mucho, mucho, tiempo.
Cuando despertó el dragón ya no estaba allí, dragón o bien hidra de muchas cabezas, que había fulminado en diestro combate.
La echadora de cartas tuvo un respingo y volvió a la realidad. Tenía a su cliente, expectante, delante de ella, y la contemplaba con cierto pasmo. Le había planteado una situación más bien anodina y no comprendía a qué tanto revuelo en su actuación, con espasmos, rictus y trance final. Sabía perfectamente que todo el proceso adivinatorio era una perfecta pantomima, urdida por la vidente para trincar a los incautos que pasasen por su gabinete, pero necesitaba sentir el aliento de unas palabras que debían ser dichas por alguien totalmente ajeno a su vida habitual.
“Su primo sanará, ya ha vencido a la infección”, dijo con media sonrisa de suficiencia y satisfacción, pues no era normal que tuviese visiones tan claras y rotundas como aquella.
Juan salió entre contrito y aliviado del domicilio de la adivinadora. Llovía y le pareció que la lluvia que le caía sobre la cabeza, desprotegida, le limpiaba de tantos males y quebrantos como había pasado durante los últimos dos meses. Sabía antes de entrar que su primo estaba fuera de peligro, los médicos se lo habían confirmado, pero él necesitaba, ya lo hemos dicho, oír la misma noticia de boca de alguien ajeno al hospital y a su vida que por entonces giraba en torno al hospital.
“Todo ha terminado”, pensó y se mesó el poco pelo que le quedaba, que, a la sazón, ya chorreaba. Cuando llegó a casa, su mujer al verle gritó “¡Pero cómo vienes! Ven que te seque la cabeza y cámbiate inmediatamente”. A partir de ese momento, Juan empezó a notar un carraspeo en la garganta, que poco a poco iba acompañándose de una respiración ululante, entrecortada de toses. “Vete al médico”, le dijo su mujer. El médico al auscultarlo lo mandó a urgencias, donde le diagnosticaron un neumotórax.
Lentamente, el caballero preparaba sus armas para el combate contra la infernal criatura, pero olvidó su mejor estoque, aquel que le servía tan bien, y, llegado el momento crucial, la bestia le abatió, reduciéndole a cenizas.
El letargo acabó imponiéndosele al caballero andante. Durmió el sueño de los justos durante…toda una eternidad.
 

miércoles, 30 de noviembre de 2011

La bandada

 
La bandada se alejaba hacia el sol poniente. Pasaron sobre nuestras cabezas inmutables, atentos tan sólo a su vuelo en formación y a incógnitas sensaciones, seguramente. Nosotros nos quedamos mudos, expectantes, ante sus graznidos cada vez mejor perfilados por el suave sol otoñal de final de jornada. Raudos, proseguían con su conquista del sol. Para nosotros tal hazaña, grandísima, se diferenciaba en su trayectoria imperturbable, desmigándose a medida que se alejaban hacia el confín de la tierra. 
Proseguimos el camino, ya de retorno al hogar, impostado, pero hogar, que constituía el hostal que nos cobijaba durante aquel fin de semana extenso. Aprovechábamos cualquier resquicio de sensación natural o psicológica para imponer nuestro paso vencedor sobre los guijarros y los regueros de arena. Caminábamos sin fin, eso pensábamos constantemente, pero el final de la jornada se aproximaba y ya la cena empezaba a ocupar nuestras mentes, de nuevo burguesas. 
Los pocos días para pocos elegidos que éramos, se diferenciaban de nuevo, tornasolados ahora por las escasas luces que nos bañaban, todavía, antes de la nueva noche, ya tan próxima. Eramos héroes de nuestras propias gestas, gracias a dios, interiores y privadas, con lo que apenas molestábamos a nadie, fuesen compañeros o desconocidos. Ya nos encontrábamos a un paso de formar grupo, que era nuestro nombre conocido. 
Y en eso Raúl dijo, en alta voz, “¡Mirad!” y todos miramos y vimos aquello que vino y luego se fue. Ese era el juego al que jugaba la bandada, nuestro trasunto.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Ítaca lejana

El retorno a Itaca es siempre previsible, tan previsible que casi nunca llega a buen puerto. Que yo sepa, sólo Ulises volvió a Itaca, en circunstancias no demasiado felices. Pues bien yo volveré a Itaca, pondré mi pica en Flandes e izaré las banderas de rigor. Cuándo tendrá lugar el fausto acontecimiento no lo sé, ni lo he de saber sin condenarme pero tendrá lugar, tendrá lugar. Aquí en mi prisión, cabizbajo y meditabundo, discurro sobre los hechos de mi vida con una lucidez tan pasmosa que me apena y me tiene contrito. Sé que escaparé, que buscaré el rumbo y que me guiará la estrella correspondiente hasta Itaca.
Mi penosa situación actual se prolonga desde hace más de veinte años, con lo que, sin duda, no me queda mucho trecho por recorrer. Mis enemigos lograron encerrarme en mis pensamientos y obnubilaciones y desde entonces mi fantasía no tiene otro recorrido sino circular y siempre dependiente de sí misma. “Estoy aquí”, me digo, y ese es el basamento de mi meditar, de mi circular, de mi devenir. Sólo cuando alcance a moverme olfatearé a Itaca en la distancia. Mis cadenas son de hierro pero se pueden corroer, lo sé y lo sabré siempre.
Bienvenido Pérez sonrió, levemente feliz por haberse prodigado en semejantes pensamientos mientras trabajaba maquinalmente en su oficina. Una vez más el teorema de la compensación había sido puesto en práctica. Hundirse en las simas del pensamiento tenía como compensación salir a flote en la superficie real. Su vida transcurría tranquila, sin sobresaltos ni estímulos esforzados, simplemente era una balsa de aceite. A su alrededor enfermedades, ruina, desidia, maledicencia y temor circulaban sin espanto. Pero él constituía un centro, un vórtice fijo y naturalmente estable.
Cuando llegó a su casa, mentalmente febril sólo pensó en acostarse y descansar de la tensión de la mañana; sabía que media hora de reposo le devolvía a su ser, a su tranquilidad natural. Todo se desarrollaba como un reloj blando, su vida era un tic tac romo.
Esperaba que la vida le sonriera, pero con desidia que dirigía tanto a la vida como a sí mismo. Ese podría ser su lema: desidia a,a,a,a,ah, desidia, canturreándolo como en la conocida canción. Realmente no hacía nada por mejorar su condición pero el universo se concitaba para que avanzase, progresase, regularmente, hacia un destino imprevisible.
Sabía que volvería un día a Itaca.

viernes, 18 de noviembre de 2011

El diploma

Realizó el curso a satisfacción, recibiendo el diploma correspondiente y los parabienes de rigor. Cuando llegó a casa se planteó donde colocar el dichoso diploma, que no acreditaba precisamente unos altos estudios de cualquier tipo sino unas maniobras administrativas en la semi penumbra de un aula en el semisótano de Defensa. Si hubiera pasado por su trabajo al finalizar el curso no habría tenido problema alguno en archivarlo en el depósito sin fondo, de diplomas, que albergaba su armarito personal, al fondo a la derecha. Pero estaba en casa, con el papel en la mano, mirando alrededor donde demonios situarlo, guardarlo, perderlo de vista.
Afortunadamente Andrés disponía de unas reservas de desorden considerables, un desorden pautado y bien cartografiado, al modo de los antiguos planisferios y mapamundis que indicaban grandes áreas perdidas en Terra Incognita. Así, Andrés, tenía repartidos estratégicamente por su casa rinconcitos de Terra Incognita donde todo cabía y nada asomaba la cabeza, por lo menos ningún negro de tribu bíblica o bitínica. Le andaba echando el ojo a su rincón preferido para despistes administrativos pero en el último instante antes de soltar el papelillo, dudó. No supo muy bien por qué. Había practicado similar operación muchas veces antes sin ningún remordimiento de acendrado funcionario, pero esta vez, dada la índole del material insensible, que forzosamente debería haberse tragado la oficina, no su casa, dudó.
Y lo dejó encima del sofá pequeño, en un costadito donde no le estorbara. Pero ¡ay! ese dichoso papel adoptó modales de atractor y pronto, insensiblemente, se fue haciendo acopio de diverso material de papelería en ese costadito del sofá. Y eso le creaba un problema de desorden no previsto a Andrés, pues esa no era, definitivamente, ninguna parcela roturada de Terra Incognita. Así que al cabo de los días se vio ante un problema mucho mayor que al inicio. Tenía un montoncito de papeles por clasificar, desechar, roturar o parcelar. Solucionó diligentemente la papeleta haciendo uso del cubo de la basura, donde fueron a parar todos aquellos documentos.
Esa noche Andrés soñó con contratos firmados con el diablo, vendiéndole lo poquito que él tenía a su disposición. Porque había incumplido una regla de oro que llevaba a rajatabla, cada cosa en su lugar, y cada lugar Dios sabía donde. La basura era el no lugar, la utopía recreada de su mundo perfectamente desordenado. Y Andrés ya le había perdido hacía un rato el gusto a las utopías. No vivía, o desvivía como decía él, más que el día a día sin otro horizonte que la noche plácida. Y esa noche de pesadilla era el indicador palpable de su falta, que cancelaba toda la satisfacción del curso realizado. Era como si ese cachito de vida, esos cinco días de curso, se hubieran perdido en las cañerías del universo personal de Andrés. Ya no era posible recuperarlos.
Así que Andrés se condenaba a vivir, a portar sobre sí, cinco días extras para compensar esa pérdida. Era un desastre porque Andrés era un suicida reluctante, que siempre daba largas a su suicidio pero dejando siempre la espita de su vida abierta para caer en el desagüe del tiempo ido. Y cinco días extras desequilibraban esa fuga mundi perfecta que practicaba al desgaire. Definitivamente, todo el alma que cabía en ese diploma se había vendido al diablo. Y para Andrés el alma no era gran cosa, ni ocupaba mucho espacio. Su nuevo amo, complaciente, no levantó la cabeza muy a menudo, así que las noches de pesadilla no menudearon en la vida íntima de Andrés.
 

miércoles, 9 de noviembre de 2011

El gran almacén

Regulaba los correos, en el centro de una maraña de tubos neumáticos, se encontraba al borde, en el alfa y el omega del vacuum pump. Recibía los pedidos y reenviaba las facturas conformadas que solicitaban los clientes. El gran almacén era una colmena horadada de pequeños túneles, en los que se encastraban los tubos. Para el cliente podía ser una experiencia deliciosa pasear por entre los estantes de variados y novedosos productos importados, detenerse aquí y allá, atendido por amables anfitrionas, si es que el montante de su cuenta no le atribuía directamente una empleada para él solo durante todo el recorrido. Si algo le interesaba no tenía más que cargarlo en cuenta y la empleada hacía el pedido por tubo neumático, en instantes era reexpedida la factura desde el control.
Mientras los clientes paseaban por los jardines, excelentemente cuidados, de la primera planta, descansando del estrés de las compras, él, Masamoto, tendía los brazos hacia los clasificadores que contenían los expedientes de los clientes, comprobaba, contrastaba y expedía caligráficamente la factura. Su cubículo, bien que centro de toda la red del comercio integrado que constituía el gran almacén, era estrecho, poco iluminado y escasamente aireado. Tenía un compañero, Michi, que se ocupaba de enderezar como podía los entuertos que la celeridad y la eficacia, relativas, de Masamoto, causaban en el entorno del cubil. Era, al modo del pez barrendero de la pecera, el reciclador de detritus, papeles, clasificadores desordenados….reponía la tinta en los tinteros y tenía listas las plumas y plumines. A pesar del atropellado espacio vital que compartían, se llevaban bien y se trataban amablemente.
Masamoto rogaba al cielo que el día transcurriera veloz, lo que no era difícil, pues no había tiempo para distraerse, ni menos aburrirse, la catarata de mensajes y respuestas era casi constante. Durante el valle de la hora del té, Michi y él se dedicaban a resolver acertijos que compilaban en sus horas de asueto y les hacía olvidar por un rato donde estaban y a qué se dedicaban. A última hora de la tarde, los compradores se agolpaban en los mostradores de las encantadoras anfitrionas, temerosos de que se les echase encima la hora de cierre y los pedidos se multiplicaban, había que tener especial cuidado y pundonor. Masamoto sabía arreglárselas bien en cualquier punto del ciclo oscilante diario, pero a esa hora disfrutaba realmente de su trabajo, relamiéndose mentalmente de gusto en vistas del próximo cierre de la tienda.
Cuando llegaba por fin esa hora feliz, Michi y él se regodeaban unos minutos en retruécanos y juegos de palabras para desentumecer la mente del trabajo maquinal de la pesada jornada laboral. Y salían al mundo exterior como dos extraños, pero se miraban aliviados de reencontrarse con sus cuerpos, una vez despojados de su condición de sinapsis neuronales del gran organismo que los albergaba. Su vida recreaba y ponía al día las viejas historias de fantasmas en castillos sombríos y alejados. Lo sabían, de ahí su afición a las palabras inteligentemente dichas que eran el antídoto a su despersonalización, convertidos en partes de una mente más grande que ellos.
No es sorprendente, pues siempre los exorcismos han constituido una rama, casi siempre exaltada, de la oratoria.
 

jueves, 3 de noviembre de 2011

El síndrome

Peleándose con la alcachofa de la ducha, Enrique trastabillaba en el vano de la bañera, dando pequeños saltitos para alcanzar la altura debida. Enrique era bajito y las duchas no correspondían con su talla. “Maldito engendro del demonio”, pensó con fuerza e indignado, porque Enrique albergaba mala leche en cantidad inversamente proporcional a su cubicaje.
Llegó por fin a solventar la chapuza y pudo ducharse a placer. Rezongando todavía, se secó y se peinó los cuatro pelos escasos que todavía medraban en su testa. Listo para empezar el día, salió de su casa y se dirigió al metro. Era la lucha diaria, the struggle for life que dirían en el XIX, aunque por suerte para ellos, no tuvieran metro. Llegó al trabajo y comenzó la parte más agradable del día, con sus compañeros queridos, pocos, y el resto, algunos más.
Porque Enrique no tenía apenas vida social, ni vida a secas, con lo que el trabajo le cubría casi todo su espectro social diario. Enrique no era ni feliz, ni infeliz en demasía, como casi todo el mundo, sencillamente iba tirando. Pero llegó un día,¡ay! aciago. El Ayuntamiento de su localidad emitió un ukase según el cual el reciclado de basuras devino obligatorio, con contravención de 750 Euros, caso de que los inspectores municipales hozando entre las basuras descubriesen algún desaguisado vecinal de índole poco ecologista. Y a Enrique no le cabía en la cabeza aquello del reciclado de la basura. No se trataba de un prurito ideológico, retrógrado, ni de una pereza desidiosa, sencillamente Enrique no podía separar su basura en orgánica, vidrio, plástico y papel y cartón porque sufría de una forma de dispraxia extraña que le impedía distinguir entre tan variados componentes, al modo de un daltonismo detrítico, vamos.
Enrique era un ciudadano cabal, siempre cumplidor de sus deberes, amén de las ordenanzas municipales y empezaba a desesperarse pensando en su aciago porvenir tragando en la escombrera. Se dirigió a la oficina municipal que buenamente le indicaron almas piadosas y empezó su calvario administrativo: quería que le reconocieran como portador de su extraño mal, no catalogado en el nomenclátor médico-psiquiátrico. Ni siquiera la Asociación Psicológica Americana, avanzadilla habitual de las reformas en este campo había emitido informe alguno sobre el tema. Presa de un miedo paranoide, empezaba a pensar que su caso era único en el mundo, estaba solo, completamente solo. Pero la maquinaria burocrática en su estulta sabiduría acabó acudiendo en su ayuda. Su expediente acabó traspapelado detrás de la mesa de un funcionario descuidado, al filo de la pared y tardaría años en ser descubierto.
Mientras tanto, por silencio administrativo, se resolvió favorablemente su caso. Y ahora todos sus vecinos, en emulación a lo Espartaco decían ¡yo también soy dispráxico! Con el antecedente de su resolución, al cabo del tiempo fueron menudeando los correspondientes reconocimientos administrativos y así, andando los años, la ciudad de Malpulga se convirtió en objeto de estudio preferente psicológico, al verse todos sus habitantes afectados de un síndrome antes desconocido, que, quizá, quizá, fuera contagioso.   

lunes, 31 de octubre de 2011

El puzle suburbano

Rezongó y renegó de su promesa, luego salió dando un portazo. Fede se había comprometido con su vecino Paco a ayudarle a reparar el cercado de su casa. Acababa de tener una pelotera con Paco a cuenta de su mujer, arpía donde las hubiera que malmetía constantemente en la buena amistad que unía a Fede y a Paco desde hacía años. “Que se vaya a tomar por c… el cercado”, pensó convenientemente.
Camino de su casa, Fede se fue enfriando y arrepintiéndose progresivamente de sus palabras. Cuando entró ya había decidido desdecirse y ayudar a Paco. Era ésta una característica notoria del carácter de Fede: la inconstancia y también la ausencia de rencor. Así, podía ser razonablemente pragmático pues se adecuaba en tempo y forma a las modificaciones e inconstancias de la vida nuestra de cada día. “El problema va a ser Paco”, pensó Fede, ya que su vecino gozaba de un carácter opuesto en esa concreta cuestión. Paco era berroqueño, de una pieza y difícilmente contrariable.
Durante la comida, tiempo de asueto mental como siempre en casa de Fede, éste discurrió sobre tan peliagudo tema y tomó una decisión. Ya que no podía vencer al enemigo, se uniría a él. La mujer de Paco y él iban a ser uña y carne a partir de ese momento. El matrimonio de Paco era feliz y su dicha se fundamentaba en la absoluta unidad de pareceres entre su mujer y él, dado que Lucía nunca había tragado a Fede, no cabía la lubricación de la relación que sí distinguía a Paco y a Fede en su diario discurrir.
Trazó un plan de aproximación en círculos concéntricos alrededor de Paco y él mismo, atraería, pensó, a Lucía a cada nuevo paso hacia la cotidianeidad en común entre él y Paco. Y así procedió, poco a poco, sin vueltas extrañas, dando confianza a Lucía. Pronto Lucía fue aceptando la situación pues siempre había pensado que Fede le tenía ojeriza, sin saber bien por qué, y los halagos y finezas de Fede en este nuevo orden provocaban una respuesta inmediata de cordialidad y cada vez mayor proximidad. Lucía y Fede se hicieron inseparables, en la misma medida en que Paco y Fede se iban distanciando insensible pero firmemente.
Cuando Fede se dio cuenta de que la relación que Paco tenía con él era simétrica e inversa a la que tenía con Lucía, que siempre había sido así por necesidad de compensación homeostática de Paco entre las dos relaciones más importantes de su vida, ya no cabía marcha atrás. Estaba enamorado de Lucía y ella le correspondía. Así Paco se sentía doblemente traicionado, como cornudo en ciernes y como amigo. A Paco el mundo se le volvió del revés, como un calcetín y siendo de una pieza, no le fue difícil psicológicamente lograr que lo que había sido primordial en su vida hasta ahora dejara de serlo de un plumazo. Ignorando desenlaces mecánicos y previsibles de acuerdo a su carácter, se dedicó a tratar con cariño, ternura y asiduidad a Laura,, la mujer de Fede. Pero Fede sí que tenía un acendrado sentido de la propiedad, sobre todo afectiva. Y de consuno, el tiro de gracia partió de Lucía, haciendo saltar por los aires ese pequeño ecosistema que formaban en la urbanización, Fede, Laura, Lucía y Paco.  

viernes, 28 de octubre de 2011

El funcionario

El profesor debitaba su clase insensiblemente, con la rítmica monotonía de los años de actividad, que ya empezaban a ser muchos. Senén respiraba uniforme y vagamente inhalando gestos y miradas de los alumnos y expirando irónicos ademanes y cachazudos meneos de cabeza.
Los alumnos, a esas alturas de la clase, empezaban a dar muestras de fatiga y Senén ya sabía lo que debía hacer: acelerar insensiblemente el ritmo para lograr que la estimulación de las cabecitas se incrementase, lo suficiente para mantenerlos despiertos y en una alerta prudente hasta la campana del final de la clase. La clase retomó bríos y se alzó el constructo correspondiente, el que Senén tenía en mente para trasladar a sus discípulos. Porque Senén tenía discípulos, amén de alumnos. Era un maestro, además de profesor.
Como buen funcionario, Senén tenía muy presentes los tiempos, el tempo, de su labor. Y así veía cada vez más claramente acercarse la fecha de su ansiada jubilación. Cada vez más claro y perfilado, el día de autos desgranaba desde su futuro inapelable los flujos de conciencia alterada optimistamente que irisaban el rostro de Senén, cada vez más terso y nacarado, a pesar de su edad madura. La docencia empezaba a escindirse entre el presente de sus clases y el futuro, apacible y deseado de sus años dorados.
Y así, Senén divagaba, empezaba a divagar durante la hora de clase, se le perdía la mirada en balnearios y playas de pro, justo delante de los rostros de sus alumnos. Y la clase decaía, también apenas sin darnos cuenta, acumulándose el cansancio, tedio y falta de delectación que tanto ansiaban como una droga blanda sus discípulos. Empezaron las defecciones entre las filas del aulario, las cabezas se iban destacando entre huecos cada vez mayores. Senén no se daba cuenta todavía de la situación, con lo que técnicamente empezó a estar gagá. Los alumnos comenzaron el contraataque, con nerviosos bailoteos de bolígrafos sobre el pupitre y airosas miradas en dirección al docente con intención seductora. Senén no quería despertar, eso estaba muy claro, así que la cuesta abajo se abría en progresión acelerada.
El funcionario le había ganado la partida al maestro, lo que no era extraño si tenemos en cuenta que desde el sacerdocio egipcio los funcionarios se habían disfrazado con éxito de sabios, conscientes de que sólo la sabiduría silvestre, como es de rigor, representaba la última amenaza al estado aún incipiente. Y el mandarinato reinó por los siglos de los siglos. Ah! Y Senén se jubiló a su hora en punto y a partir de ese instante se dedicó a adoctrinar a los pajarillos del sotobosque y a los gusanos de arena, con el éxito consabido.

jueves, 27 de octubre de 2011

Elecciones

La noche de las elecciones, Camilo desvariaba. Siempre le ocurría, aunque siempre se prometía que sería la última vez. Como un orate, Camilo desgranaba resultados posibles, ficticios, de viva voz, cantarina, ante su ventana. No seguía la transmisión de los resultados por los medios al uso, sino que los pergeñaba de su caletre. Y Camilo no desvariaba más que en ese punto, pues sus augurios muchas veces coincidían con los resultados reales. Sabía conectar con el espíritu del pueblo, esa voz del pueblo que se expresa en las urnas como una mano sabia  y bien visible, orientando los hados políticos siempre cayendo del mejor lado posible, o al menos eso se decía siempre. Y era bien posible que hubiera un espíritu del pueblo que sumaba seguramente sólo lo que cada uno de los miembros de ese pueblo agregado a cada uno de los demás, pero no dejaba de ser una amalgama, una red que se tendía sobre las cabezas de todos y cada uno de nosotros. Y Camilo sabía pescar con esa red, las más de las veces.
-          Gol, gol de Ibarretxe! Gritaba urbi et orbe
-          Penalti, penalti, cuando se refería en un momento dado a Patxi
-          Falta de Basagoiti, refiriéndose al candidato a lehendakari del PP
Y así sucesivamente. Naturalmente las gestas políticas se presentaban en la voz recia de Camilo bajo la forma de hazañas futboleras. ¿Y qué otra manifestación continuada tenía la voz de la polis? La política era cosa de lustros, el fútbol de cada semana, de cada día si me apuran. La suerte de la polis se juega en los estadios, no en las urnas, o más bien las urnas refrendan la suerte de los estadios, las más de las veces.
Y la vecindad de Camilo generalmente se mostraba arrobada en balcones y ventanas escuchando la transmisión cuasi celestial por vía interpuesta en la voz del orate. A la luz de la luna se ganaban, y perdían, muchas elecciones.