lunes, 30 de julio de 2012

Reptante, rampante

 
El niño trepó al árbol con la agilidad insultante de sus nueve años. Allá arriba, entre las ramas divisó la casa familiar, en lontananza, pequeñita y compacta, con sus contraventanas amarillas y su puerta verde.
Reflejó su imagen en el espejito de bolsillo que siempre llevaba consigo, además de una navajuela y otros adminículos auxiliares para una buena expedición, que podía montarse casi al instante. Se acordó de sus amigos, penando en la escuela, y su semblante se iluminó, feliz. El estaba allí, libre y solitario, dueño de sus silencios y de sus quehaceres, nadie le sojuzgaba.
En ese momento, su madre se asomó al alféizar y gritó: “Ignacio, hijo”. Ignacio pensó, en un primer instante hacer caso omiso de la llamada, pero recordó que había reincidido en esa jugada varias veces la última semana. “No colará otra”, pensó, y ya sin dudarlo, se bajó del árbol, tan gatunamente como había subido y corrió hacia la casa.
Oh sorpresa! La felicidad le había llamado de nuevo, su madre le requería para merendar, sabrosísimo chocolate con picatostes. Sentado a la mesa, con las piernas colgando, Ignacio se relamía y sorbía, sorbía y se relamía. Gran invento el de las madres y las casas dotadas de todo lo necesario para dispensar una buena merendola. Se dispersó en pensamientos aventureros y piadosos, los segundos por influjo de su madre, que ahora rezaba el rosario. Pero pudo la llamada del bosque y, casi sin limpiarse con la servilleta, se lanzó hacia la puerta para sortear nuevos escollos y derrotas.
Hasta la victoria final, se dijo, rompiendo una ramita, mientras ascendía por su garganta el primer filo de navaja de la maldita gripe.

lunes, 23 de julio de 2012

El pesebre viviente

 
Manteniendo enhiesta la composición, el pesebre gigante se disgregaba y se volvía a coordinar insensiblemente, siguiendo los movimientos naturales de los personajes que no siempre acertaban a mantener el tipo. Esa Navidad, las figuras vestían irreprochables, los adornos eran acordes con la orientación general de la representación, y las estructuras se mantenían, altivamente plantadas.
María y José, centro de aquella esfera humana, habían correspondido este año a Pili, la pescatera y a Fabián, el mozo del almacén de Don Andrés. Casaban bien, y ya las lavanderas murmuraban que harían estupenda pareja. Indiferentes al trajín del rumor, ambos contribuían eficazmente al mantenimiento general del Oficio.
Los Reyes Magos se acercaban insensiblemente al portal, con sus ofrendas tradicionales. La mirra de este año era sospechosamente blanca y polvorienta. Y Baltasar la custodiaba con mil ojos perdidos en fuga por los alrededores. Cuando la policía emprendió la Operación “Niño Blanco”, decidió darle la mayor resonancia mediática posible, cosa que no era difícil dado el entorno de la operación.
Uno de los perros policía se dedicó a olfatear meticulosamente la entrepierna del niño mientras Baltasar perdía su turbante al ser arrojado a tierra y una nubecilla blanca espolvoreaba a los más cercanos a la escena del crimen. La canallesca avisada por un soplo estaba al acecho, y cámaras en ristre, grabaron y retransmitieron el final de la Navidad del barrio a todo el país.

lunes, 9 de julio de 2012

La buena vida

Reticente ante la adversidad, Pascual era la viva imagen de la negación del destino. Porque la adversidad es la fuente y caudal del destino, se dijo Pascual mientras trotaba mañanero alrededor de su casa. Así, en un calvinismo laico, asumía las culpas del Universo. De sí, y sólo de sí, dependían los obstáculos, aparentes, en el camino. Pascual creía firmemente en la generación de su propio camino en la vida, con sus recovecos, manes y circunloquios. Resoplaba y se esforzaba mientras ascendía la costanilla más cercana, con su perrillo triscando a su costado.
Cuando despertó, en el hospital, le habían efectuado un triple by-pass. Comenzó la recuperación y, vivamente impresionado, se prometió a sí mismo: “No más deporte”. En todo caso suaves ejercicios de calentamiento o estiramientos. El día que sufrió la contractura de deltoides, durante su sesión de estiramientos, recordó su firme promesa y comprendió las consecuencias de la infantil salida, pecados veniales ejercitados día tras día. Y a partir de ese momento, cesó toda actividad física superflua.
Cuando vio por televisión el anuncio del diván autoportante, se dijo que esa era la suya. Fue de los primeros en incorporarlo a su vida diaria. Se echó sobre el diván y dejó que todo fluyera, especialmente el espacio que le separaba de cualquier objeto y para cualquier situación, dejando al diván la dura tarea de la locomoción que hasta entonces había sido bípeda. Pronto desarrolló una apariencia digna de peplum decadente. Gordo, deforme, con mirada bovina, lento de reflejos.
 Y en su vida ralentizada vio pasar al destino, porque el destino es lento, va a paso de hombre, sabiendo que acabará por llegar a cualquier sitio que desee. Lo vio empujando los divanes autoportantes de sus amigos, conocidos, y desconocidos hacia el horizonte de sus vidas. Y supo que las bolas del bombo de la suerte estaban todas amañadas. Y para acallar su conciencia que le pedía trazar de nuevo su camino, se sumió en un mutismo feroz.

lunes, 2 de julio de 2012

La comisión

Resistencia a la autoridad. Esa fue la conclusión de la comisión que investigó el asunto en el que se vio implicado el funcionario Periáñez. Acababa de sesionar y sus miembros se distendían tomando un café en la salita al efecto, soleada y recoleta.
Poco después, ya solazados partieron cada cual a vacar con sus obligaciones respectivas. La comisión era informal y no elevaba sus informes a autoridad alguna sino que residían sus conclusiones en el fuero interno de cada uno de sus miembros.
Ya habían pasado los tiempos de los tribunales de honor en cualquier corporación de que se tratase, así que, a efectos prácticos, se reducía a un cuchicheo cotilla redorado por la aparente formalidad de sus actos. Todos representaban su papel y ninguno sobreactuaba. Sólo en el caso fortuito del ascendiente personal de algunos de sus miembros trascendían sus resultados como una onda que, amplificándose, iba engullendo al resto del personal influyendo en sus actitudes respecto del investigado. Pero esos eran casos raros, aislados.
Históricamente la comisión, en sus sucesivas encarnaciones era la viva muestra de la mediocridad de sus componentes que tenían que buscar en el falso oropel en el que se envolvían la superación de sus angustias personales. Así fue en esta ocasión. El ansia de Periáñez por abroncar a cualquier guardia municipal no tuvo consecuencia alguna.