miércoles, 30 de noviembre de 2011

La bandada

 
La bandada se alejaba hacia el sol poniente. Pasaron sobre nuestras cabezas inmutables, atentos tan sólo a su vuelo en formación y a incógnitas sensaciones, seguramente. Nosotros nos quedamos mudos, expectantes, ante sus graznidos cada vez mejor perfilados por el suave sol otoñal de final de jornada. Raudos, proseguían con su conquista del sol. Para nosotros tal hazaña, grandísima, se diferenciaba en su trayectoria imperturbable, desmigándose a medida que se alejaban hacia el confín de la tierra. 
Proseguimos el camino, ya de retorno al hogar, impostado, pero hogar, que constituía el hostal que nos cobijaba durante aquel fin de semana extenso. Aprovechábamos cualquier resquicio de sensación natural o psicológica para imponer nuestro paso vencedor sobre los guijarros y los regueros de arena. Caminábamos sin fin, eso pensábamos constantemente, pero el final de la jornada se aproximaba y ya la cena empezaba a ocupar nuestras mentes, de nuevo burguesas. 
Los pocos días para pocos elegidos que éramos, se diferenciaban de nuevo, tornasolados ahora por las escasas luces que nos bañaban, todavía, antes de la nueva noche, ya tan próxima. Eramos héroes de nuestras propias gestas, gracias a dios, interiores y privadas, con lo que apenas molestábamos a nadie, fuesen compañeros o desconocidos. Ya nos encontrábamos a un paso de formar grupo, que era nuestro nombre conocido. 
Y en eso Raúl dijo, en alta voz, “¡Mirad!” y todos miramos y vimos aquello que vino y luego se fue. Ese era el juego al que jugaba la bandada, nuestro trasunto.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Ítaca lejana

El retorno a Itaca es siempre previsible, tan previsible que casi nunca llega a buen puerto. Que yo sepa, sólo Ulises volvió a Itaca, en circunstancias no demasiado felices. Pues bien yo volveré a Itaca, pondré mi pica en Flandes e izaré las banderas de rigor. Cuándo tendrá lugar el fausto acontecimiento no lo sé, ni lo he de saber sin condenarme pero tendrá lugar, tendrá lugar. Aquí en mi prisión, cabizbajo y meditabundo, discurro sobre los hechos de mi vida con una lucidez tan pasmosa que me apena y me tiene contrito. Sé que escaparé, que buscaré el rumbo y que me guiará la estrella correspondiente hasta Itaca.
Mi penosa situación actual se prolonga desde hace más de veinte años, con lo que, sin duda, no me queda mucho trecho por recorrer. Mis enemigos lograron encerrarme en mis pensamientos y obnubilaciones y desde entonces mi fantasía no tiene otro recorrido sino circular y siempre dependiente de sí misma. “Estoy aquí”, me digo, y ese es el basamento de mi meditar, de mi circular, de mi devenir. Sólo cuando alcance a moverme olfatearé a Itaca en la distancia. Mis cadenas son de hierro pero se pueden corroer, lo sé y lo sabré siempre.
Bienvenido Pérez sonrió, levemente feliz por haberse prodigado en semejantes pensamientos mientras trabajaba maquinalmente en su oficina. Una vez más el teorema de la compensación había sido puesto en práctica. Hundirse en las simas del pensamiento tenía como compensación salir a flote en la superficie real. Su vida transcurría tranquila, sin sobresaltos ni estímulos esforzados, simplemente era una balsa de aceite. A su alrededor enfermedades, ruina, desidia, maledicencia y temor circulaban sin espanto. Pero él constituía un centro, un vórtice fijo y naturalmente estable.
Cuando llegó a su casa, mentalmente febril sólo pensó en acostarse y descansar de la tensión de la mañana; sabía que media hora de reposo le devolvía a su ser, a su tranquilidad natural. Todo se desarrollaba como un reloj blando, su vida era un tic tac romo.
Esperaba que la vida le sonriera, pero con desidia que dirigía tanto a la vida como a sí mismo. Ese podría ser su lema: desidia a,a,a,a,ah, desidia, canturreándolo como en la conocida canción. Realmente no hacía nada por mejorar su condición pero el universo se concitaba para que avanzase, progresase, regularmente, hacia un destino imprevisible.
Sabía que volvería un día a Itaca.

viernes, 18 de noviembre de 2011

El diploma

Realizó el curso a satisfacción, recibiendo el diploma correspondiente y los parabienes de rigor. Cuando llegó a casa se planteó donde colocar el dichoso diploma, que no acreditaba precisamente unos altos estudios de cualquier tipo sino unas maniobras administrativas en la semi penumbra de un aula en el semisótano de Defensa. Si hubiera pasado por su trabajo al finalizar el curso no habría tenido problema alguno en archivarlo en el depósito sin fondo, de diplomas, que albergaba su armarito personal, al fondo a la derecha. Pero estaba en casa, con el papel en la mano, mirando alrededor donde demonios situarlo, guardarlo, perderlo de vista.
Afortunadamente Andrés disponía de unas reservas de desorden considerables, un desorden pautado y bien cartografiado, al modo de los antiguos planisferios y mapamundis que indicaban grandes áreas perdidas en Terra Incognita. Así, Andrés, tenía repartidos estratégicamente por su casa rinconcitos de Terra Incognita donde todo cabía y nada asomaba la cabeza, por lo menos ningún negro de tribu bíblica o bitínica. Le andaba echando el ojo a su rincón preferido para despistes administrativos pero en el último instante antes de soltar el papelillo, dudó. No supo muy bien por qué. Había practicado similar operación muchas veces antes sin ningún remordimiento de acendrado funcionario, pero esta vez, dada la índole del material insensible, que forzosamente debería haberse tragado la oficina, no su casa, dudó.
Y lo dejó encima del sofá pequeño, en un costadito donde no le estorbara. Pero ¡ay! ese dichoso papel adoptó modales de atractor y pronto, insensiblemente, se fue haciendo acopio de diverso material de papelería en ese costadito del sofá. Y eso le creaba un problema de desorden no previsto a Andrés, pues esa no era, definitivamente, ninguna parcela roturada de Terra Incognita. Así que al cabo de los días se vio ante un problema mucho mayor que al inicio. Tenía un montoncito de papeles por clasificar, desechar, roturar o parcelar. Solucionó diligentemente la papeleta haciendo uso del cubo de la basura, donde fueron a parar todos aquellos documentos.
Esa noche Andrés soñó con contratos firmados con el diablo, vendiéndole lo poquito que él tenía a su disposición. Porque había incumplido una regla de oro que llevaba a rajatabla, cada cosa en su lugar, y cada lugar Dios sabía donde. La basura era el no lugar, la utopía recreada de su mundo perfectamente desordenado. Y Andrés ya le había perdido hacía un rato el gusto a las utopías. No vivía, o desvivía como decía él, más que el día a día sin otro horizonte que la noche plácida. Y esa noche de pesadilla era el indicador palpable de su falta, que cancelaba toda la satisfacción del curso realizado. Era como si ese cachito de vida, esos cinco días de curso, se hubieran perdido en las cañerías del universo personal de Andrés. Ya no era posible recuperarlos.
Así que Andrés se condenaba a vivir, a portar sobre sí, cinco días extras para compensar esa pérdida. Era un desastre porque Andrés era un suicida reluctante, que siempre daba largas a su suicidio pero dejando siempre la espita de su vida abierta para caer en el desagüe del tiempo ido. Y cinco días extras desequilibraban esa fuga mundi perfecta que practicaba al desgaire. Definitivamente, todo el alma que cabía en ese diploma se había vendido al diablo. Y para Andrés el alma no era gran cosa, ni ocupaba mucho espacio. Su nuevo amo, complaciente, no levantó la cabeza muy a menudo, así que las noches de pesadilla no menudearon en la vida íntima de Andrés.
 

miércoles, 9 de noviembre de 2011

El gran almacén

Regulaba los correos, en el centro de una maraña de tubos neumáticos, se encontraba al borde, en el alfa y el omega del vacuum pump. Recibía los pedidos y reenviaba las facturas conformadas que solicitaban los clientes. El gran almacén era una colmena horadada de pequeños túneles, en los que se encastraban los tubos. Para el cliente podía ser una experiencia deliciosa pasear por entre los estantes de variados y novedosos productos importados, detenerse aquí y allá, atendido por amables anfitrionas, si es que el montante de su cuenta no le atribuía directamente una empleada para él solo durante todo el recorrido. Si algo le interesaba no tenía más que cargarlo en cuenta y la empleada hacía el pedido por tubo neumático, en instantes era reexpedida la factura desde el control.
Mientras los clientes paseaban por los jardines, excelentemente cuidados, de la primera planta, descansando del estrés de las compras, él, Masamoto, tendía los brazos hacia los clasificadores que contenían los expedientes de los clientes, comprobaba, contrastaba y expedía caligráficamente la factura. Su cubículo, bien que centro de toda la red del comercio integrado que constituía el gran almacén, era estrecho, poco iluminado y escasamente aireado. Tenía un compañero, Michi, que se ocupaba de enderezar como podía los entuertos que la celeridad y la eficacia, relativas, de Masamoto, causaban en el entorno del cubil. Era, al modo del pez barrendero de la pecera, el reciclador de detritus, papeles, clasificadores desordenados….reponía la tinta en los tinteros y tenía listas las plumas y plumines. A pesar del atropellado espacio vital que compartían, se llevaban bien y se trataban amablemente.
Masamoto rogaba al cielo que el día transcurriera veloz, lo que no era difícil, pues no había tiempo para distraerse, ni menos aburrirse, la catarata de mensajes y respuestas era casi constante. Durante el valle de la hora del té, Michi y él se dedicaban a resolver acertijos que compilaban en sus horas de asueto y les hacía olvidar por un rato donde estaban y a qué se dedicaban. A última hora de la tarde, los compradores se agolpaban en los mostradores de las encantadoras anfitrionas, temerosos de que se les echase encima la hora de cierre y los pedidos se multiplicaban, había que tener especial cuidado y pundonor. Masamoto sabía arreglárselas bien en cualquier punto del ciclo oscilante diario, pero a esa hora disfrutaba realmente de su trabajo, relamiéndose mentalmente de gusto en vistas del próximo cierre de la tienda.
Cuando llegaba por fin esa hora feliz, Michi y él se regodeaban unos minutos en retruécanos y juegos de palabras para desentumecer la mente del trabajo maquinal de la pesada jornada laboral. Y salían al mundo exterior como dos extraños, pero se miraban aliviados de reencontrarse con sus cuerpos, una vez despojados de su condición de sinapsis neuronales del gran organismo que los albergaba. Su vida recreaba y ponía al día las viejas historias de fantasmas en castillos sombríos y alejados. Lo sabían, de ahí su afición a las palabras inteligentemente dichas que eran el antídoto a su despersonalización, convertidos en partes de una mente más grande que ellos.
No es sorprendente, pues siempre los exorcismos han constituido una rama, casi siempre exaltada, de la oratoria.
 

jueves, 3 de noviembre de 2011

El síndrome

Peleándose con la alcachofa de la ducha, Enrique trastabillaba en el vano de la bañera, dando pequeños saltitos para alcanzar la altura debida. Enrique era bajito y las duchas no correspondían con su talla. “Maldito engendro del demonio”, pensó con fuerza e indignado, porque Enrique albergaba mala leche en cantidad inversamente proporcional a su cubicaje.
Llegó por fin a solventar la chapuza y pudo ducharse a placer. Rezongando todavía, se secó y se peinó los cuatro pelos escasos que todavía medraban en su testa. Listo para empezar el día, salió de su casa y se dirigió al metro. Era la lucha diaria, the struggle for life que dirían en el XIX, aunque por suerte para ellos, no tuvieran metro. Llegó al trabajo y comenzó la parte más agradable del día, con sus compañeros queridos, pocos, y el resto, algunos más.
Porque Enrique no tenía apenas vida social, ni vida a secas, con lo que el trabajo le cubría casi todo su espectro social diario. Enrique no era ni feliz, ni infeliz en demasía, como casi todo el mundo, sencillamente iba tirando. Pero llegó un día,¡ay! aciago. El Ayuntamiento de su localidad emitió un ukase según el cual el reciclado de basuras devino obligatorio, con contravención de 750 Euros, caso de que los inspectores municipales hozando entre las basuras descubriesen algún desaguisado vecinal de índole poco ecologista. Y a Enrique no le cabía en la cabeza aquello del reciclado de la basura. No se trataba de un prurito ideológico, retrógrado, ni de una pereza desidiosa, sencillamente Enrique no podía separar su basura en orgánica, vidrio, plástico y papel y cartón porque sufría de una forma de dispraxia extraña que le impedía distinguir entre tan variados componentes, al modo de un daltonismo detrítico, vamos.
Enrique era un ciudadano cabal, siempre cumplidor de sus deberes, amén de las ordenanzas municipales y empezaba a desesperarse pensando en su aciago porvenir tragando en la escombrera. Se dirigió a la oficina municipal que buenamente le indicaron almas piadosas y empezó su calvario administrativo: quería que le reconocieran como portador de su extraño mal, no catalogado en el nomenclátor médico-psiquiátrico. Ni siquiera la Asociación Psicológica Americana, avanzadilla habitual de las reformas en este campo había emitido informe alguno sobre el tema. Presa de un miedo paranoide, empezaba a pensar que su caso era único en el mundo, estaba solo, completamente solo. Pero la maquinaria burocrática en su estulta sabiduría acabó acudiendo en su ayuda. Su expediente acabó traspapelado detrás de la mesa de un funcionario descuidado, al filo de la pared y tardaría años en ser descubierto.
Mientras tanto, por silencio administrativo, se resolvió favorablemente su caso. Y ahora todos sus vecinos, en emulación a lo Espartaco decían ¡yo también soy dispráxico! Con el antecedente de su resolución, al cabo del tiempo fueron menudeando los correspondientes reconocimientos administrativos y así, andando los años, la ciudad de Malpulga se convirtió en objeto de estudio preferente psicológico, al verse todos sus habitantes afectados de un síndrome antes desconocido, que, quizá, quizá, fuera contagioso.