martes, 26 de junio de 2012

Aquella silueta

La silueta se desvanecía en la mente de Aparicio mientras el merodeador ya hacía un buen rato que había huido. La casa de Aparicio era difícil de guardar, dos puertas y cochera, en pleno bullicio de niños y coches durante el día y serenas, por fin, al caer la noche.
Aparicio reintegró al interior el medio cuerpo que había asomado por la ventana del dormitorio, en el primer piso, y le daba vueltas a la idea de un posible robo u otros asuntos no menos truculentos. El hielo y la escarcha invadían las ventanas y las contraventanas.
Asediado por sus propios pensamientos, Aparicio se dirigió al pequeño sillón de su dormitorio con la intención de arrellanarse y seguir dándole vueltas al asunto. Pero antes de que pudiera alcanzar ese comodín mental, su mujer, Ana, salió del baño y se le quedó mirando de hito en hito. “¿Qué te pasa?”, le preguntó. Aparicio calló y finalmente se sentó en el silloncito. No lo sé, dijo, seguramente algo me ha sentado mal.
Y su esposa, pillada en falta, no evaluó la consistencia de semejante aserción, sino que la interiorizó y se preocupó, responsable. “Te voy a preparar una infusión”, le dijo y acto seguido bajó a la cocina. Aparicio se quedó sentado, pensativo, mientras la fragilidad y volatilidad de su situación se hacía patente. Una sombra, había bastado con una sombra.

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