La silueta se desvanecía en la mente de Aparicio mientras el merodeador ya hacía un buen rato que había huido. La casa de Aparicio era difícil de guardar, dos puertas y cochera, en pleno bullicio de niños y coches durante el día y serenas, por fin, al caer la noche.
Aparicio reintegró al interior el medio cuerpo que había asomado por la ventana del dormitorio, en el primer piso, y le daba vueltas a la idea de un posible robo u otros asuntos no menos truculentos. El hielo y la escarcha invadían las ventanas y las contraventanas.
Asediado por sus propios pensamientos, Aparicio se dirigió al pequeño sillón de su dormitorio con la intención de arrellanarse y seguir dándole vueltas al asunto. Pero antes de que pudiera alcanzar ese comodín mental, su mujer, Ana, salió del baño y se le quedó mirando de hito en hito. “¿Qué te pasa?”, le preguntó. Aparicio calló y finalmente se sentó en el silloncito. No lo sé, dijo, seguramente algo me ha sentado mal.
Y su esposa, pillada en falta, no evaluó la consistencia de semejante aserción, sino que la interiorizó y se preocupó, responsable. “Te voy a preparar una infusión”, le dijo y acto seguido bajó a la cocina. Aparicio se quedó sentado, pensativo, mientras la fragilidad y volatilidad de su situación se hacía patente. Una sombra, había bastado con una sombra.
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