sábado, 28 de enero de 2012

Gravedad atenuada

El envío partió en tiempo y forma del cosmódromo de Baikonur, una vez parte de la antigua URSS. Era un regalo de pelotas de tenis que le hacía Ander a Cristina, destinada en la estación espacial europea. El módulo automático atracó en un extremo de la estación hasta donde se desplazó Cristina para recogerlo.
Ya habían pasado los tiempos de la ingravidez en el espacio, ahora todas las estaciones espaciales disponían de gravedad artificial, un tercio de la de la Tierra. Por ello, los juegos malabares y de otro tipo que podían realizarse con pequeños proyectiles eran fabulosos y dignos de antiguas hazañas míticas.
Cristina tentó las bolas en el recinto de juegos, en solitario con una espejeante imagen de realidad virtual devolviéndole las tiradas. Al rato, bastante cansada volvió a su cabina para ducharse. La lluvia micronizada la relajó y distendió sus músculos atenazados por la tensión de aquella misión.
Monitorizaban para una empresa euroasiática la cosecha de café del Yemen, a efectos de futuros en bolsa. El trabajo requería atención constante pues las variables introducidas en el sistema informático así lo especificaban para cubrir la demanda de fluctuaciones medias por minuto necesarias para asegurar suculentos beneficios a la empresa.
Cristina y Ander casi no se habían visto desde hacía año y medio, cuando Cristina aceptó el puesto. Había desechado otras jugosas ofertas pues no en vano era de las primeras de su promoción en la facultad. En cambio Ander se había tenido que conformar con un trabajo en tierra de lo más vulgar: analista de sistemas. Un trabajo devaluado desde la crisis del 2008, que había empezado a trastocar las relaciones entre el sistema financiero y el productivo.
Esas pelotas de tenis eran un lazo pequeño pero significativo que reanudaba en cierto sentido una relación por más de un motivo algo deteriorada. Ahora, cada vez que Cristina hacía rebotar las pelotas un leve pero nuevo impulso la acercaba a Ander.
La cosecha de café se perdió pues la nueva corriente de Arabia, producto del deshielo parcial de la Antártida era voluble y errática, y aquel año falló. La empresa obtuvo pingües beneficios, pues el sistema, una vez puesto en marcha, no estaba preparado para otra cosa.
Cristina se preguntaba, en la cápsula de retorno, qué cantidad de aquella jugada en bolsa pertenecía de facto a las comunidades de agricultores del Yemen. Pero no pensó en ello durante mucho tiempo pues, con gravedad acentuada por la reentrada en Tierra, la pelota de tenis que llevaba en el bolsillo empezó a pesarle mucho, hasta convertirse en el objeto principal de su atención.
La vida ya no era aleve como una caminata espacial sobre la superficie de la Luna, sino dura y pesante como sólo la Tierra puede hacer sentir, y la pelota se lo estaba recordando.

jueves, 19 de enero de 2012

El velador enterizo

El velador se inclinaba peligrosamente hacia el borde de la mesita de noche con riesgo de caída inminente. Juan reposaba beatíficamente el cocido ingerido en la comida. El velador cayó con estrépito y Juan se sobresaltó. Afortunadamente no hubo roturas, ni siquiera de la bombilla que chisporroteaba un poco en señal de triunfo. Recogíó la lámpara con gesto cansino y decidió continuar su tan merecida siesta. Al poco entró en duermevela y soñó a ráfagas sin mucha hilazón sueños sin interés. Despertó sobrio, como le gustaba decir, esto es con la cabeza despejada y lúcido. Se orientaba en la habitación después de un esfuerzo considerable para situar mentalmente los muebles, aristas y recovecos de la alcoba en su cabeza. Juan se había quedado ciego.
Marisa, su mujer, entró en el dormitorio, quedamente, para no aturdir aún más el torpe deambular de su marido. Ya se iba acostumbrando a aquella situación, que fue dramática, como no podía ser menos, al comienzo. Y es que la ceguera no te deja opciones, como tantas otras enfermedades o avatares de la vida. Juan y Marisa se habían quedado sin juego por un tiempo, pero después se volvieron a barajar las cartas. Tenían espíritu de lucha y tiempo, mucho tiempo por delante.
El humor de Juan se alteró, sobre todo al principio, cuando volvió a la escuela a reaprender las cosas esenciales de la vida. Su instructor y él mantenían una buena relación. Para Marisa fue más fácil y más difícil al tiempo. Más fácil obvio es decirlo porque a ella no le afectaba la ceguera directamente pero más difícil también porque ella perdía pie poco a poco, y no de golpe como Juan, de su normalidad que iba alejándose a medida que se hacía cada vez más a la nueva vida con su marido.
En aquel momento se encontraban en un punto de inflexión, a poco que hicieran su vida se encarrilaría definitivamente, pero claro corrían el riesgo de quedarse en el camino y perder todo lo alcanzado hasta el momento.
Cuando Marisa oyó el ruido del velador cayendo al suelo, temió inmediatamente que Juan se cortara con los restos y su corazón palpitó con fuerza. Su primer impulso fue abalanzarse al dormitorio para impedir el accidente. Pero inmediatamente se contuvo y supo que tenía que dejar que Juan solventara el problema, un problema casero como tantos otros. Ese repensar de Marisa en un instante bifurcó definitivamente el camino a recorrer. A partir de entonces supo que Juan podía ser autónomo, valerse por sí mismo.
Y el velador, tan valioso de repente, ni siquiera se rompió.  

jueves, 12 de enero de 2012

La justa

El sentido se perdió en algún recodo del camino. Camino largo, recorrido a trancas y barrancas por el personal competente. Esa era la sensación predominante entre los componentes del tren de laminado. La acería resplandecía en la noche con fulguraciones pulsantes, rayos mudos en la lejanía. Desde el altozano frontero veían borrarse y volverse a constituir su unidad laboral. Era asombroso y al tiempo reconfortante, pues traía a cada cual, más o menos, recuerdos y vivencias de su quehacer diario.
Se había reunido aquel turno, después de la jornada de trabajo, para tratar el tema que a todos concernía pero a nadie se le representaba con la nitidez suficiente como para dejar de ser un problema ominoso y pesante.
Sabían de donde venían pero el sentido de su futuro se les estaba escapando de entre las manos. Siempre habían formado un equipo, sólido y bien trabado, que atendía las incidencias que se iban presentando en aquella larga marcha iniciada desde su incorporación respectiva hacia…¿hacia donde?
Se anunciaban recortes de plantilla por una reconversión generalizada de la siderurgia del país y sabían que a ellos les afectaría de manera palmaria. Nada podían hacer, decían los sindicatos, en cuanto al fondo del problema, es decir, cuanto tiempo de vida útil le quedaba al número todavía indefinido de bajas inminentes y futuras.
Pero quedaba la cuestión de la unión sagrada, de la trabazón segura del grupo como tal, que permanecería bien que reducido y laminado, valga la expresión. Así que ahí estaban, en la foscor de la noche iluminada por las pulsaciones del gigante colindante, que no dormía.
Cada uno aportó lo que mejor sabía para dejar memoria y constancia de que estaban ahí, y ahí seguirían, algunos al menos. Recomponer la unidad de grupo, se llamaba aquella maniobra. Para ellos era la constatación fehaciente del final de una etapa y del comienzo de otra, bien distinta.
Porque sabían, intuían, que la etapa dorada de la lucha sindical había pasado, y que a partir de la reconversión todo adquiriría un aire más plano y anodino, como de una grisura acerada.
Finalmente se confabularon en una mirada al unísono sobre la planta oscura y brillante casi al tiempo. Y esa mirada, parpadeante, fue como la respuesta al parpadeo rítmico y constante del gigante, un canal de comunicación establecido y roto casi al instante.
Todavía podían hablar de tú a tú con el leviatán.

miércoles, 4 de enero de 2012

Nayar

 
El sol jugueteaba con el niño al despertar en la mañana. A través de una rendija en la pared, un rayito de sol cosquilleaba sobre su nariz durante los meses de verano. Niño hacía pasar el rayito de luz desde su nariz hasta el extremo de una oreja, o al menos eso imaginaba él, luego hacia sus labios que abría para simular comérselo con deleite. Imaginaba que tenía sabor a dulce, el dulce que había probado una vez y cuyo sabor se le había quedado impreso a fuego en sus papilas gustativas. Desde entonces lo recordaba. Pero Madre siempre entraba en la habitación y hacía levantarse a su hermano mayor y a él, para cumplir con los deberes diarios. Salían en expedición al Exterior, el terrado de su edificio, cubierto años ha de maleza y hierba, donde arrancaban hierbajos y frutos silvestres con qué alimentarse. Había que tener mucho cuidado con el Exterior, les decía siempre Madre, porque cualquier cosa podía pasar. Así que sólo salían en razzias fugaces y recolectaban durante una hora por vez, no más. Luego de ese tiempo, Madre les hacía gestos imperativos para que regresaran a la escalera. Los sedimentos, a lo largo de los años, habían levantado montículos y creado oquedades en la superficie del terrado, por lo que siempre era tentador esconderse y desobedecer a Madre. Niño nunca lo hizo, no sabía por qué.
En el sótano estaba el Grifo, del que manaba agua, casi siempre. Para cuando no ocurría hacían acopio de agua en baldes y barreños de tamaños y colores diversos. No solían ponerse enfermos, pero Niño recordaba bastante claramente que hubo una vez otro Niño que enfermó y ya nunca más se supo de él.
En el terrado Niño jugaba con su hermano mayor a juegos que no entorpecieran la recolecta, claro. Se hacían guiños, toda clase de muecas, horribles y zafias, y también sabias y lindas. Tenían un pequeño balón de trapo que se pasaban subrepticiamente y alguna vez se les escapaba montículo abajo. Entonces había que esperar con mucha fuerza que alguna oquedad lo retuviera en el límite del terrado y no se precipitara al vacío. Siempre lo lograban. Niño se decía que su hermano mayor y él debían tener mucha fuerza.
El día siempre pasaba, igual a sí mismo. No lloraban, ni gritaban, ni hacían casi ruido alguno, adiestrados como estaban por Madre para ello. Sabían, porque Madre se los había dicho, que un día vendrían los recaudadores de impuestos y, puesto que no tenían con qué pagar, se llevarían para siempre a Madre. Esto no les preocupaba en exceso, formaba parte del futuro, ese tiempo en que las cosas podían ser diferentes y no del presente que se alargaba morosamente, día tras día. En todo el edificio no había más que ellos tres, siempre había sido así, salvo por el otro Niño, claro. No solían hablar mucho entre sí, en parte por respetar el silencio debido y en parte porque así habían sido criados y no sentían la necesidad de hacerlo. No tenían miedo, de la soledad relativa o de la oscuridad, nadie les había enseñado a temer. Salvo al Exterior.
Acampaban en distintos niveles del edificio, según las épocas y estaciones. En verano siempre volvían a la habitación del rayito de sol, lo que ponía muy contento a Niño.
Murieron sin darse cuenta de ello, desintegrados súbitamente en el bombardeo subsolar de lo que quedaba de la antigua capital de Nayar, algún año que ya no recuerdo.