miércoles, 4 de enero de 2012

Nayar

 
El sol jugueteaba con el niño al despertar en la mañana. A través de una rendija en la pared, un rayito de sol cosquilleaba sobre su nariz durante los meses de verano. Niño hacía pasar el rayito de luz desde su nariz hasta el extremo de una oreja, o al menos eso imaginaba él, luego hacia sus labios que abría para simular comérselo con deleite. Imaginaba que tenía sabor a dulce, el dulce que había probado una vez y cuyo sabor se le había quedado impreso a fuego en sus papilas gustativas. Desde entonces lo recordaba. Pero Madre siempre entraba en la habitación y hacía levantarse a su hermano mayor y a él, para cumplir con los deberes diarios. Salían en expedición al Exterior, el terrado de su edificio, cubierto años ha de maleza y hierba, donde arrancaban hierbajos y frutos silvestres con qué alimentarse. Había que tener mucho cuidado con el Exterior, les decía siempre Madre, porque cualquier cosa podía pasar. Así que sólo salían en razzias fugaces y recolectaban durante una hora por vez, no más. Luego de ese tiempo, Madre les hacía gestos imperativos para que regresaran a la escalera. Los sedimentos, a lo largo de los años, habían levantado montículos y creado oquedades en la superficie del terrado, por lo que siempre era tentador esconderse y desobedecer a Madre. Niño nunca lo hizo, no sabía por qué.
En el sótano estaba el Grifo, del que manaba agua, casi siempre. Para cuando no ocurría hacían acopio de agua en baldes y barreños de tamaños y colores diversos. No solían ponerse enfermos, pero Niño recordaba bastante claramente que hubo una vez otro Niño que enfermó y ya nunca más se supo de él.
En el terrado Niño jugaba con su hermano mayor a juegos que no entorpecieran la recolecta, claro. Se hacían guiños, toda clase de muecas, horribles y zafias, y también sabias y lindas. Tenían un pequeño balón de trapo que se pasaban subrepticiamente y alguna vez se les escapaba montículo abajo. Entonces había que esperar con mucha fuerza que alguna oquedad lo retuviera en el límite del terrado y no se precipitara al vacío. Siempre lo lograban. Niño se decía que su hermano mayor y él debían tener mucha fuerza.
El día siempre pasaba, igual a sí mismo. No lloraban, ni gritaban, ni hacían casi ruido alguno, adiestrados como estaban por Madre para ello. Sabían, porque Madre se los había dicho, que un día vendrían los recaudadores de impuestos y, puesto que no tenían con qué pagar, se llevarían para siempre a Madre. Esto no les preocupaba en exceso, formaba parte del futuro, ese tiempo en que las cosas podían ser diferentes y no del presente que se alargaba morosamente, día tras día. En todo el edificio no había más que ellos tres, siempre había sido así, salvo por el otro Niño, claro. No solían hablar mucho entre sí, en parte por respetar el silencio debido y en parte porque así habían sido criados y no sentían la necesidad de hacerlo. No tenían miedo, de la soledad relativa o de la oscuridad, nadie les había enseñado a temer. Salvo al Exterior.
Acampaban en distintos niveles del edificio, según las épocas y estaciones. En verano siempre volvían a la habitación del rayito de sol, lo que ponía muy contento a Niño.
Murieron sin darse cuenta de ello, desintegrados súbitamente en el bombardeo subsolar de lo que quedaba de la antigua capital de Nayar, algún año que ya no recuerdo.

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