martes, 26 de junio de 2012

Aquella silueta

La silueta se desvanecía en la mente de Aparicio mientras el merodeador ya hacía un buen rato que había huido. La casa de Aparicio era difícil de guardar, dos puertas y cochera, en pleno bullicio de niños y coches durante el día y serenas, por fin, al caer la noche.
Aparicio reintegró al interior el medio cuerpo que había asomado por la ventana del dormitorio, en el primer piso, y le daba vueltas a la idea de un posible robo u otros asuntos no menos truculentos. El hielo y la escarcha invadían las ventanas y las contraventanas.
Asediado por sus propios pensamientos, Aparicio se dirigió al pequeño sillón de su dormitorio con la intención de arrellanarse y seguir dándole vueltas al asunto. Pero antes de que pudiera alcanzar ese comodín mental, su mujer, Ana, salió del baño y se le quedó mirando de hito en hito. “¿Qué te pasa?”, le preguntó. Aparicio calló y finalmente se sentó en el silloncito. No lo sé, dijo, seguramente algo me ha sentado mal.
Y su esposa, pillada en falta, no evaluó la consistencia de semejante aserción, sino que la interiorizó y se preocupó, responsable. “Te voy a preparar una infusión”, le dijo y acto seguido bajó a la cocina. Aparicio se quedó sentado, pensativo, mientras la fragilidad y volatilidad de su situación se hacía patente. Una sombra, había bastado con una sombra.

martes, 19 de junio de 2012

Síndrome post-vacacional

Vuelve la ira, vuelve el ardor de estómago, la bilis, el malestar general, el dolor de cabeza impenitente. Angel flameaba y se estableció un cordón sanitario a distancia prudencial.
La hidra de siete cabezas se cobraba una víctima tras otra en los intestinos y los nervios de Angel. Este se transformaba poco a poco en un ciborg de pensamientos ajenos y sentimientos propios, y se engrandecía a ojos vista, convirtiéndose en un peligro mayor.
El desdichado no sabía que era poseído por un ente llamado síndrome postvacacional, que le reconcomía. Al contrario, se sentía fuerte y poderoso, con ganas de tumbar al más pintado. Dio un mandoblazo y cayó la pila de expedientes de su mesa, producto del trabajoso esfuerzo de los últimos días. Federico y otros trataron de controlarle, pero era tarde: el mecanismo, impertérrito, no tenía vuelta atrás.
Tendrían que esperar a que se desatara completamente la tormenta perfecta de la hiel. Al cabo de dos o tres horas, el proceso colapsó y restableció a Angel en su ser.
Este, que no sentía hacía ya demasiado tiempo las transiciones de su estado, se dirigió indolente a sus compañeros y, dicharachero, empezó a narrarles con pormenores las vicisitudes de sus vacaciones de verano.

martes, 12 de junio de 2012

El hombre enfermo

Recuerdo que era tarde…¿demasiado tarde? Quién podría decirlo…yo no, desde luego. El hombre se giró, volviendo la espalda a los problemas, ya quizá insolubles, y comió frugalmente.
Aquellos días Ricardo se escapaba del trabajo para intentar solventar alguna de sus cuitas. Así, tiraba por el camino del medio más de una vez, y de dos, hasta que acabó llamando la atención de sus jefes. Sus compañeros hacía ya mucho que veían a Ricardo perdido en sus mundos, como decía Gutiérrez. Acabaron por darle un toque de atención y se vio de pronto llevado en volandas al médico. Tras un test de memoria y otras pruebas, el diagnóstico fue claro, incipiente Alzheimer.
Ricardo soportó el trance con entereza y convicción en su calidad de enfermo. No rehuiría el rótulo que le imponían, pero tampoco se rendiría fácilmente a la impertinencia de la enfermedad rampante. Intentaría una maniobra de escape, ser un enfermo de Alzheimer para poder reírse de su enfermedad…Mientras pudiera. Y así comenzó a llevar en los bolsillos hojas de papel con las tareas del día, una agenda pormenorizada del censo de sus días. La consultaba frecuentemente menos cuando encontraba tiempo para sí mismo, como él llamaba a sus periodos de ausencia. Hacía a veces comentarios estrambóticos, pero su interlocutor no acababa de saber si se encontraba ante el Alzheimer o no, porque culminaba la jugada con un trompo irónico o sardónico que desarmaba la construcción entera.
 Estuvo perdido varios días, vagando por la ciudad, cuando volvió dijo que la ciudad era una fiesta. Ricardo sigue en ensoñación suspendida desde hace algún tiempo. Nadie sabe cuando despertará.

martes, 5 de junio de 2012

El hombre de la luna rosada

La sinagoga del centro de la ciudad estaba casi vacía, el oficio era un ritual para casi nadie, tranquilidad y sosiego bien repartidos. En el exterior, el tráfago de la gran ciudad, una avenida arbolada, oficinistas de cierto fuste, ejecutivos y señoras ociosas. Algún perro paseando bien trabado de la correa. El espíritu de la mañana ronroneaba a gusto, era un día cualquiera en aquella primavera porteña.
El rabino tras cumplir su función salió a la calle para tomar el 86 dirección Primera Junta. Tuvo que hacer algo de cola pero pronto llegó el micro. Sentado, casi inerme, sin fuerzas, dejó pasar la mañana como una estela atravesando su mente. Ninguna emoción en especial le turbaba. Descendió del bus y caminó en dirección a su casa. Pensaba desayunar y preparar unos escritos que debía presentar en la tertulia de la tarde, con sus amigos.
La perorata versaría sobre Dios, una divinidad en abstracto, sin mucho que ver con las religiones al uso. Se había entretenido en formular un postulado que no le parecía demasiado traído por los pelos y ver qué podía ir derivando. Axiomas, teoremas, proposiciones. Llegaba a diversas conclusiones escandalosas para cualquier creyente, de casi cualquier religión.
Pero aquel juego le agradaba. Ponerse en el lugar del otro, del ateo o incluso del anti-teo era una experiencia refrescante. Se vio reflejado en una luna de un gran comercio. El otro sigue en ti, pensó. Y siguió caminando, tranquilizado.