El
niño trepó al árbol con la agilidad insultante de sus nueve años.
Allá arriba, entre las ramas divisó la casa familiar, en
lontananza, pequeñita y compacta, con sus contraventanas amarillas y
su puerta verde.
Reflejó
su imagen en el espejito de bolsillo que siempre llevaba consigo,
además de una navajuela y otros adminículos auxiliares para una
buena expedición, que podía montarse casi al instante. Se acordó
de sus amigos, penando en la escuela, y su semblante se iluminó,
feliz. El estaba allí, libre y solitario, dueño de sus silencios y
de sus quehaceres, nadie le sojuzgaba.
En
ese momento, su madre se asomó al alféizar y gritó: “Ignacio,
hijo”. Ignacio pensó, en un primer instante hacer caso omiso de la
llamada, pero recordó que había reincidido en esa jugada varias
veces la última semana. “No colará otra”, pensó, y ya sin
dudarlo, se bajó del árbol, tan gatunamente como había subido y
corrió hacia la casa.
Oh
sorpresa! La felicidad le había llamado de nuevo, su madre le
requería para merendar, sabrosísimo chocolate con picatostes.
Sentado a la mesa, con las piernas colgando, Ignacio se relamía y
sorbía, sorbía y se relamía. Gran invento el de las madres y las
casas dotadas de todo lo necesario para dispensar una buena
merendola. Se dispersó en pensamientos aventureros y piadosos, los
segundos por influjo de su madre, que ahora rezaba el rosario. Pero
pudo la llamada del bosque y, casi sin limpiarse con la servilleta,
se lanzó hacia la puerta para sortear nuevos escollos y derrotas.
Hasta
la victoria final, se dijo, rompiendo una ramita, mientras ascendía
por su garganta el primer filo de navaja de la maldita gripe.
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