Manteniendo
enhiesta la composición, el pesebre gigante se disgregaba y se
volvía a coordinar insensiblemente, siguiendo los movimientos
naturales de los personajes que no siempre acertaban a mantener el
tipo. Esa Navidad, las figuras vestían irreprochables, los adornos
eran acordes con la orientación general de la representación, y las
estructuras se mantenían, altivamente plantadas.
María
y José, centro de aquella esfera humana, habían correspondido este
año a Pili, la pescatera y a Fabián, el mozo del almacén de Don
Andrés. Casaban bien, y ya las lavanderas murmuraban que harían
estupenda pareja. Indiferentes al trajín del rumor, ambos
contribuían eficazmente al mantenimiento general del Oficio.
Los
Reyes Magos se acercaban insensiblemente al portal, con sus ofrendas
tradicionales. La mirra de este año era sospechosamente blanca y
polvorienta. Y Baltasar la custodiaba con mil ojos perdidos en fuga
por los alrededores. Cuando la policía emprendió la Operación
“Niño Blanco”, decidió darle la mayor resonancia mediática
posible, cosa que no era difícil dado el entorno de la operación.
Uno
de los perros policía se dedicó a olfatear meticulosamente la
entrepierna del niño mientras Baltasar perdía su turbante al ser
arrojado a tierra y una nubecilla blanca espolvoreaba a los más
cercanos a la escena del crimen. La canallesca avisada por un soplo
estaba al acecho, y cámaras en ristre, grabaron y retransmitieron el
final de la Navidad del barrio a todo el país.
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