lunes, 27 de agosto de 2012

La boda

 
Haciendo restallar el látigo, el cochero apremiaba a su tiro para que, ágilmente, se escabullera entre el denso tráfico de la gran ciudad. Era un día encapotado, de ligera llovizna que acababa por empapar capotes y capotas. Las damas se embarrarían las enaguas, pensó pícaramente el cochero mientras avanzaba premiosamente hacia la mansión familiar.
Higgins ya anticipaba, azorado, el sabor de las quesadillas de la Sra. Bridges con que era premiada su diligencia habitual. Volvían de una tarde de compras, lady Anne y su hija Caroline. Llevaban meses planificando con estrategia militar la próxima boda de ésta. Ahora se necesitaban encajes, preciosos encajes para el vestido, que sería, ¿quién lo dudaba? objeto de la admiración general.
Una vez cumplida la misión, exhaustas pero contentas, las damas no pedían otra cosa sino llegar cuanto antes a la mansión para extender ante su vista el preciado botín de la tarde. El coche avanzaba a trompicones, saltando rítmicamente sobre el empedrado tan regular como era posible en aquella ciudad.
De improviso, el tráfico se coaguló en un denso grumo que dejó atrapados a los viajeros. Lady Anne susurró a Caroline “¡Ay la boda! Si no fuera por ella estaríamos hace semanas en el campo”. Caroline esbozó un mohín de hastío dirigido tanto a su madre como a la ciudad en general.
No sabía que la ciudad se lo iba a retornar multiplicado, centuplicado, en cada cara que atisbara en la ciudad por el resto de su vida, tras aquella boda.

lunes, 13 de agosto de 2012

Aah, Roxane

Se extrañaría quien mirase por la ventana y viese la larga cola barredora de un triceratops asomar la puntita por un ángulo del cristal. ¿Se extrañaría el mismo observador al contemplar una nariz digna de Cyrano de Bergérac pasar digna y altiva por el mismo recuadro?
Seguramente le despertaría asociaciones literarias o fílmicas inmediatas, pero, ¿daría un paso más, hasta no dar crédito a lo visto? No es probable.
La Naturaleza siempre ha sido caprichosa y una nariz deforme hasta lo grotesco puede entrar en sus planes. Y sin embargo…un curioso pliegue espacio-temporal puede estar desplegándose ante los ojos del observador. Porque el uniforme de mosquetero del Rey de Francia hace tiempo que pasó del uso oficial al ropero del atrezzo de teatro y sin embargo, nuestro miranda acaba de otear a una nariz en calzas y sombrero de plumas.
Veamos…el carnaval todavía no está al caer, no hay prevista ninguna representación del Cyrano en la ciudad, no es hoy el día de los Inocentes…Nuestro observador se devana la sesera pero no atina, no atina con el clic debido que haga saltar la chispa de la interpretación adecuada.
Y sin embargo, y sin embargo mientras existan Roxanes seguirán existiendo Cyranos en la mente y en la percepción de los enamorados…

lunes, 6 de agosto de 2012

Las justas

 
La lectura comenzó puntual y, sobre seguro, se realizaron las catas mentales, por parte de los fiscalizadores al efecto, sobre el discurso leído. El estilo de la representación era clásico, o neoclásico tal vez, con efectos libérrimos y de amplio vuelo. Los fiscalizadores ronroneaban aprobatoriamente mientras efectuaban el planeo discursivo habitual. Y en muy raras ocasiones se lanzaban en picado sobre algún tropo aparentemente mal engarzado al conjunto.
Las justas de Calomarde, como era tradicional, se desarrollaban a lo largo de todo el día y, a pesar de ello, no resultaba fatigosa ni la tarea del lector, ni la de los fiscalizadores, ni, sobre todo, la del público oyente. El hemiciclo estaba abarrotado de admiradores que repartían su aprecio entre las virtudes del lector, bien puntuado, y las de alguno o algunos de los fiscales que alanceaban al texto leído.
No se trataba en puridad de una sesión telepática, pues las catas mentales comportaban signos externos de finura y sutileza endiabladas que el público conocedor degustaba con fruición.
Pero en esto, el orador inició una maniobra de regresión y comenzó paulatinamente a soñar, o ensoñarse, con el texto leído, bordeando los límites de la transgresión del juego. En efecto, el lector no debía integrar, o emitir, ningún parecer personal en el acto de la lectura, para evitar interferencias con las construcciones y sistemas que lanzaban al aire los fiscales.
El juego devino complicado y retorcido y comenzó a manifestarse en la mente de los presentes un árbol huraño que podía ser el del ahorcado, figura nefanda y cuya aparición marcaría indefectiblemente la disolución del juego.
Pero en ese instante el rictus sutil del lector figuró la aparición de una isla Afortunada, comodín clave que levantaba al momento la condena a la horca. El público estalló en una salva de aplausos. El lector se había impuesto a los fiscales y había ganado el juego.
En el cóctel que siguió a las justas, antes de la cena, alguien le preguntó al lector por su maniobra perfecta. Y éste comentó, esbozando una sonrisa, que se le había revelado durante la contienda la memoria de un digno antepasado suyo que visitó, en una ocasión, la isla de Tenerife. El contertulio exclamó admirado: “¿Una memoria anterior a la erupción final?, Tiene usted una mente retrospectiva prodigiosa”.