La
lectura comenzó puntual y, sobre seguro, se realizaron las catas
mentales, por parte de los fiscalizadores al efecto, sobre el
discurso leído. El estilo de la representación era clásico, o
neoclásico tal vez, con efectos libérrimos y de amplio vuelo. Los
fiscalizadores ronroneaban aprobatoriamente mientras efectuaban el
planeo discursivo habitual. Y en muy raras ocasiones se lanzaban en
picado sobre algún tropo aparentemente mal engarzado al conjunto.
Las
justas de Calomarde, como era tradicional, se desarrollaban a lo
largo de todo el día y, a pesar de ello, no resultaba fatigosa ni la
tarea del lector, ni la de los fiscalizadores, ni, sobre todo, la del
público oyente. El hemiciclo estaba abarrotado de admiradores que
repartían su aprecio entre las virtudes del lector, bien puntuado, y
las de alguno o algunos de los fiscales que alanceaban al texto
leído.
No
se trataba en puridad de una sesión telepática, pues las catas
mentales comportaban signos externos de finura y sutileza endiabladas
que el público conocedor degustaba con fruición.
Pero
en esto, el orador inició una maniobra de regresión y comenzó
paulatinamente a soñar, o ensoñarse, con el texto leído, bordeando
los límites de la transgresión del juego. En efecto, el lector no
debía integrar, o emitir, ningún parecer personal en el acto de la
lectura, para evitar interferencias con las construcciones y sistemas
que lanzaban al aire los fiscales.
El
juego devino complicado y retorcido y comenzó a manifestarse en la
mente de los presentes un árbol huraño que podía ser el del
ahorcado, figura nefanda y cuya aparición marcaría
indefectiblemente la disolución del juego.
Pero
en ese instante el rictus sutil del lector figuró la aparición de
una isla Afortunada, comodín clave que levantaba al momento la
condena a la horca. El público estalló en una salva de aplausos. El
lector se había impuesto a los fiscales y había ganado el juego.
En
el cóctel que siguió a las justas, antes de la cena, alguien le
preguntó al lector por su maniobra perfecta. Y éste comentó,
esbozando una sonrisa, que se le había revelado durante la contienda
la memoria de un digno antepasado suyo que visitó, en una ocasión,
la isla de Tenerife. El contertulio exclamó admirado: “¿Una
memoria anterior a la erupción final?, Tiene usted una mente
retrospectiva prodigiosa”.
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