Haciendo
restallar el látigo, el cochero apremiaba a su tiro para que,
ágilmente, se escabullera entre el denso tráfico de la gran ciudad.
Era un día encapotado, de ligera llovizna que acababa por empapar
capotes y capotas. Las damas se embarrarían las enaguas, pensó
pícaramente el cochero mientras avanzaba premiosamente hacia la
mansión familiar.
Higgins
ya anticipaba, azorado, el sabor de las quesadillas de la Sra.
Bridges con que era premiada su diligencia habitual. Volvían de una
tarde de compras, lady Anne y su hija Caroline. Llevaban meses
planificando con estrategia militar la próxima boda de ésta. Ahora
se necesitaban encajes, preciosos encajes para el vestido, que sería,
¿quién lo dudaba? objeto de la admiración general.
Una
vez cumplida la misión, exhaustas pero contentas, las damas no
pedían otra cosa sino llegar cuanto antes a la mansión para
extender ante su vista el preciado botín de la tarde. El coche
avanzaba a trompicones, saltando rítmicamente sobre el empedrado tan
regular como era posible en aquella ciudad.
De
improviso, el tráfico se coaguló en un denso grumo que dejó
atrapados a los viajeros. Lady Anne susurró a Caroline “¡Ay la
boda! Si no fuera por ella estaríamos hace semanas en el campo”.
Caroline esbozó un mohín de hastío dirigido tanto a su madre como
a la ciudad en general.
No
sabía que la ciudad se lo iba a retornar multiplicado, centuplicado,
en cada cara que atisbara en la ciudad por el resto de su vida, tras
aquella boda.
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