La criogenia quizá no nos permita nadar y guardar la ropa, pero sí que, al bajar la temperatura, nos hace soñar un sueño eterno, tan antiguo como los dibujos animados de Mickey Mouse, y si no, que se lo pregunten a Walt Disney.
martes, 30 de octubre de 2018
sábado, 27 de octubre de 2018
martes, 23 de octubre de 2018
jueves, 18 de octubre de 2018
lunes, 15 de octubre de 2018
domingo, 14 de octubre de 2018
Confesión
La
situación atmosférica vital amenaza galerna religiosa. Siento que
puedo desarbolarme fácilmente, a poco que mis creencias sean
zarandeadas en una u otra dirección.
¿Habrá
llegado el tiempo de mi conversión, de mi caída del caballo camino
de Damasco?
Supongo
que mi deriva va a ser mucho menos dramática que todo eso. Pero
siento desde hace un tiempo que voy bogando en una dirección más
determinada.
Durante
años fui un anti-teísta furibundo e intransigente. Prueba de ello
es parte de mi Breviario de claridades, libro de aforismos
filosóficos no publicados. Y algo de eso hay también en Salvavidas
para un instante, mi libro de aforismos literarios.
Más
adelante, fui dulcificándome con el paso de los años y la pérdida
consecuente de flexibilidad motora y quién sabe si cognitiva.
Ahora,
siento que no estoy tan alejado de ciertas afinidades religiosas
católicas, siempre que no me sean presentadas de forma dogmática.
He
de reconocer que siempre, desde niño, tuve una debilidad por lo
religioso impropia de mi racionalismo intelectual oficial.
Asistía
a misa desde los últimos bancos, en la parroquia cerca de mi casa,
Santa Gema. Eso fue cuando tenía once o doce años, y fui durante
bastantes domingos antes de volver derrotado por mi propia inanidad.
Mis
padres no son religiosos, y yo no recibí una educación religiosa.
Bueno, hice la primera comunión, pero después nada y así sea. No
volví a pisar una iglesia desde los seis años hasta los once.
Mi
afición por la música clásica me condujo, naturalmente a la
escucha frecuente de Misas, Motetes, Tedéums y Oratorios. Pero
tomaba la cuestión religiosa a beneficio de inventario. Era música
y punto.
Cuando
de tanto en tanto entraba a una iglesia, convento, monasterio o
capilla, en visita turística, no dejaba de sentir cierta paz
espiritual, tan propia de esos lugares. Pero yo siempre la asociaba a
la nada interior que me conforma.
Y
vertía esa nada en las alturas, para lograr un trasunto de infinitud
celestial y religiosa. Como si el hombre existencialista fuera un
dibujo o un mapa de los accesos a las puertas celestes.
Como
decía mi tío Diego, yo siempre fui un homo religiosus. Aun a pesar
mío.
Y
hora es ya de ser un poco más consecuente, y empezar a redirigir mi
espíritu hacia regiones más proclives con esa tendencia mía.
El
hombre sin atributos está empezando a encender velas por la
salvación de otros y la recuperación de la salud moral y no moral
de quienes, empezando por mi mismo, corren riesgos vitales por el
duro hecho de vivir la vida, día a día.
sábado, 13 de octubre de 2018
Un hospital es un contenedor de tiempo. Un gigantesco reloj de arena que va vaciando la vida contemplativa del buen paciente ingresado por un lado, y que se va llenando por el otro de los retazos y jirones que se va dejando (el mismo paciente). De suerte que la resultante es cero, el equilibrio. Así, el hospital es una inmensa campana de cristal que aísla a su contenido del exterior, alcanzable solo por unas pequeñas puertas de cristal automáticas. Válvulas de vacío perfecto, que sirven para expulsar al sano y recibir al nuevo ingreso. Pero el tiempo del hospital es el de un vals interminable.
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