En Bizancio, Verdes contra Azules, la lucha continuaba y parecía eterna.
Los colores de los equipos rivales en el Hipódromo eran como una
maldición para los habitantes de la ciudad.
Los áurigas, héroes o
villanos según el caso, reinaban sobre masas imbatibles de seguidores
que deliraban en perpetuidad salvo cuando asistían al reparto gratuito
de trigo que beneficiaba sólo a los habitantes legítimos de la capital
imperial.
Así se hacían imbatibles, comiendo trigo sin germinar, el pan de la victoria.
Y el recorrido por la elipse del Hipódromo se convertía en una suerte
de traición constante al Imperio, pues, vuelta tras vuelta, se simboliza
el perfecto encierro de sus habitantes. El Imperio es el futuro
invertido.
Un escenario fiel a la decadencia, plasmada por ejemplo
en las rutas de acceso a la capital, calzadas que sólo están empedradas
durante unos kilómetros desde la salida de la ciudad.
El resto del camino, como el Imperio todo, es polvo y arena que oculta, eso sí, magníficos mosaicos.
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