Entró en la compañía de un capitán de fortuna que por el camino pasó. Muchos lances le acompañaron pero en ninguno vio peligrar su vida. Empezaba a encanecer y el capitán le dijo con buenas palabras que más valía muerto que vivo.
Accedió entonces a un monasterio cercano, desempeñándose como monje lego y mientras ordeñaba a las cabras repasaba su vida, al ritmo sincopado de la leche que manaba de la ubre.
Comenzó a darse cuenta de que siempre le había faltado un verdadero ritmo interior, un pulso con el que sentirse en armonía y en paz. Repasando sus versos, no encontró nada que pudiera salvarse de la quema.
Entonces se sintió más libre y empezó, a escondidas, a chupar de la ubre de la cabra. Sintió que el espíritu del animal le poseía y desde esa noche durmió entre sus cabras, alegando la necesidad de protección del rebaño. Volvía a soñar, después de muchos años y creyó apaciblemente que el monasterio sería el lugar de sus últimos días.
La guerra, que ya no habitaba en su espíritu, pasó a morar en su paisaje vital y redujo a escombros su monasterio. La soldadesca dio buena cuenta de las cabras, después de violarlas.
Aquel trovador-soldado-monje languidecía y cuando murió, una pequeña cantidad de semen manchó su calzón. Quizá era un tributo que aún no había pagado a la música de las esferas, su último seno materno.
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