La
fortuna de la palabra
El
refugio de las letras siempre ha sido la esperanza en un pasado
mejor. Esto es, recorrer el tiempo desde el futuro, promisorio, hasta
el pasado pleno. La vida literaria íntima siempre nos ha dado esas
sonrisas.
Que
devienen intenciones de comprobar la situación real de la literatura
en cualquier tiempo y lugar. Así, para cualquier presente dado, el
pasado literario nos proporciona siempre el afán y el gusto por la
perfección y el prurito escritor.
No
podía ser de otro modo, puesto que somos, literariamente hablando,
plumas que ya han escrito, humedecidas en la tinta que corrió por
las páginas que ya fueron.
Que
el pasado de las letras siempre fue mejor lo avala no sólo el estilo
y la mano de cada uno de los escritores de cualquier presente, sino
la fe en la propia vocación literaria del escritor.
En
efecto, ¿quiénes nos creemos que somos? Algún vate que fue o no
llegó a florecer. El modelo está impreso en los genes de cualquier
escritor. El modo de trabajarlo es responsabilidad suya.
La
forma es lo que nos diferencia como escritores, porque del fondo,
nada nuevo bajo el sol. Y la forma del escritor no tiene sentido sino
recurriendo a la forma que ya fue, en el pasado.
La
escritura es una forma de memoria, de memorial, pues. Recombina y
recuerda porque las letras son siempre la recuperación de la palabra
ida. La palabra es primero, después viene la escritura.
Formalmente,
no hay escritura, sino diálogos en el infierno literario entre
espectros y trasgos. La unidad literaria está empaquetada desde
mucho antes de que naciera el escritor presente.
Este,
sin mayor dilación, consigue la dirección y las referencias que le
hacen mayor, de edad literaria, para lanzar a su vez una piedra en el
camino, que es aquella en la que tropezará algún escritor futuro.
Y
cayendo de bruces, topándose con el duro suelo de la realidad, es
como empezará a remontar el vuelo hacia la literatura, desde la
piedra puesta en el camino. Se suceden los tramos de esta singular
carrera de relevos en el tiempo y en el espacio.
Sufriendo
siempre, porque la escritura requiere el previo pago del peaje del
dolor, ni que sea un dolor de cabeza, pero dolorido, el escritor
tiene que recurrir al árnica del pasado para recomponerse.
La
sensación doliente que le envuelve le llevará en volandas por su
trazo literario a trabajar ese pasado y a darle la forma que ya
tenía, aunque no estuviese todavía presente a la vista.
La
fortuna literaria, en nuestros tiempos, de post vanguardias del siglo
XX, recae una vez más en los espejos deformantes del callejón que
nos traen un pasado inconexo y deslavazado pero siempre de buena
pátina.
Somos
actualmente, una suerte de desmemoriados en busca del tiempo perdido
por cada cual. Así tenemos que encontrar nuestra línea de
referencia como tras una batalla que sólo ha dejado escombros y
barricadas derribadas.
Si
somos fieles, a lo que nos plazca, veremos en algún recodo de
nuestro camino esa tenue luz que nos ayude a transportar, en nuestro
bolsillo abultado por la piedra del antiguo escritor, la gloria de
pertenecer a tan antigua estirpe.
La
soledad del escritor le aguanta todos sus pesares y desdichas como
una amante íntegra y cabal. La solución a la futilidad y vanidad
que a veces trae consigo la escritura está ahí.
Solos
pero acompañados por toda la caterva literaria antigua, nos
disponemos ya a emprender el camino de la escritura propia, con
compromiso y marchamo de exclamación doliente por el pasado.
Y
nos dirigiremos, siempre ahítos de lo que nos depara la vida y el
destino, hacia donde nos conduzca nuestra suerte y buen hado, si
somos felices y contentos con esa nuestra suerte.
La
fortuna del escritor reside en el pálpito de todas las sensaciones
de la vida y del arte ante cada nuevo empeño literario y artístico.
Requebrados por ellas, las musas y el afán de componer un reguero
de...palabras.
No
vanas palabras, sino palabras que se dirán, por alguna boca y
laringe próximas a nosotros de alguna manera. Cualquiera conexión
es válida para encontrar esa boca, conocida o desconocida.
Porque
uno de los misterios de la escritura reside en la condensación de la
emisión de la palabra. De un largo escrito, tal vez, sobresalgan de
los labios antedichos unas pocas, poquísimas palabras, quizá
transmutadas y, bien pudiera ser, sobreseídas.
Una
de las funciones de la escritura es lograr que el lector ahorre sus
palabras, las aquilate y mida con tiento y emita sólo las necesarias
a su voz, ya alterada por sus lecturas.
Porque
la fe en la comunicación debe llevarnos en volandas desde nuestros
arcanos literarios hasta nuestras voces prometidas, en el futuro que
ya no será promisorio sino bienhallado.
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