La herida no era luminosa sino ominosa. El guardián de la puerta se afanaba en sus horas blandas para perseguir la fuente de sus sueños.
El
perro armaba aquel sueño directamente sobre sus costillas, leyéndole
el pecho a su dueño, que descansaba. Apaciblemente, él se durmió
también.
¿Cómo
puede durar el amor? ¿A qué sirve resguardarlo y protegerlo?
Para
dormir acurrucado en su seno y para arrullarlo con suave canto y
saliva benéfica.
La
función primordial de la bestia, en el sueño, era permanecer
agazapada para fintar un salto al cuello del hombre y degollarlo, lo
que nunca ocurría, pero ocurriría...
El
sueño devoraba dientes, aliento, sal y postales antiguas. Todo en la
comisura de los labios añosos pero no añejos de aquel a quien
guardaba.
El
dueño no era anciano, ni joven, promediaba su vida y hendía sus
afectos en la trama hecha de su buen hacer y fervoroso recordar.
Sabía
y no sabía a quien le debía su aliento. Sabía y no sabía...
Pero
el cuchillo se hendía en la carne del perro, no una, sino hasta por
cuatro veces.
La
herida fue ominosa. Supo restallar honda y fosca en la cara de
aquellos que le acuchillaron.
Era
la fe o la nada.
Fue
final y ósculo hambriento. Dulce y añoso como una fruta jugosa de
aquel tiempo que pasaba y sin embargo duraba.
La
sentina de los corazones contenía flores y arrullos. Una vez más,
la vida prosiguió.
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¿Quién
dura más? ¿El poema en prosa o la narración subyacente?
Aquí,
ut supra, he clavado sobre la puerta de mi iglesia particular unos
puntos que quería hacer legibles, una vez leída una noticia que
dejo enlazada. No me ocupa otra cosa. Gracias.
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