El
grito del eremita en las Fiestas del Orgullo
Vivo
en una ciudad, Madrid, que tiene como fiestas mayores
extra-oficiales, a los actos de las Fiestas del Orgullo Gay.
Es
con mucho la celebración más concurrida de la ciudad, con cerca de
dos millones de personas en sus actos centrales.
Actualmente,
el Orgullo es una borrachera continua, de cinco o seis días de
duración, concentrada en el fin de semana, de viernes a domingo.
Es
de hacer notar un paralelismo con los Sanfermines, que como cada año
caen por las mismas fechas, dando el pistoletazo de salida del
verano.
Si
el Orgullo es una continua borrachera, los Sanfermines son una orgía
continuada, con componentes míticos y simbólicos asociados a la
heterosexualidad, mientras que el Orgullo, obviamente, se nutre del
manantial homosexual.
Si
se tira una línea recta en el mapa que una Madrid con Pamplona y se
tiende, se tensa, se resquebrajarán todas las costuras de la piel de
toro en una sucesión de fiestas y saraos a lo largo de todo el
verano.
Es
de remarcar lo estúpido de este comportamiento colectivo. El bajo
nivel cultural del Orgullo se manifiesta en todas sus sesiones.
La
música que se escucha desde los diversos escenarios que colman el
barrio de Chueca, epicentro de las fiestas, es cansinamente
repetitiva de un modelo, de un estado de cosas que se ha quedado
congelado en el tiempo.
La
gente que acude a esos actos se pirra por las canciones emblemáticas
de los 80, 90 y muchas veces anteriores. Sin ninguna llamada a la
renovación del espíritu de los tiempos.
Es
muy sintomático que el Ayuntamiento de la ciudad no programe alguna
actuación estelar, de alto nivel internacional, durante las Fiestas
del Orgullo.
Otro
ejemplo que se podría dar del bajo nivel cultural asociado a los
eventos es que ningún museo o sede cultural ha programado exposición
alguna con los exponentes del arte con connotaciones homosexuales de
la historia.
A
nivel personal, como residente en los aledaños del barrio de Chueca,
la sensación es de asedio permanente durante el Orgullo, que se
acentúa especialmente el fin de semana.
La
fauna y flora del lugar, haciendo acopio de fortalezas exteriores,
reúne a un variopinto plantel de gays, fundamentalmente,
ornamentados y en estilización forzosa hacia el ridículo más
oprobioso.
Gentes
que en sus lugares de origen jamás pensarían en ataviarse de tal
guisa balan y gritan por las calles del barrio en una suerte de
compensación psicológica de todos sus males y rencillas de fondo de
armario que les atormentan habitualmente.
El
panel de chuequíes ilustres, que no ilustradas se acompasa estos
días al gran rito del Contagio.
Pues
las Fiestas se programan de forma tal que resulta imposible saber
cuando se produjo el hecho relevante, y cuando de síntomas se pasó
a diagnóstico.
En
el río que nos lleva de la placentera borrachera, se produce el
¿ansiado? intercambio de fluidos con el consiguiente acceso al rito
del Contagio.
¿Quién
teme al estado seropositivo en esta pequeña y mediocre bacanal?
¿Quién se ampara del futuro del Sida en estos campos de Agramante
sexuales?
Me
da la impresión que, año tras año, los mismos concurrentes,
supervivientes y nuevos reclutas, se dan el santo y seña de la
enfermedad, como mot de passe que les permite acceder al flujo de
Baco.
Es
una forma de relacionarse como otra cualquiera, y que asegura grandes
dosis de diversión y jolgorio, inanes, eso sí, durante las Fiestas
del Orgullo Gay.
Y
mucho después también, y mucho antes. Pues los asistentes se
preparan a conciencia durante semanas, si no meses, para los ritos
orgiásticos de acceso a la felicidad etílica.
¿Algún
fermento político, alguna connotación moral que permita rebaja con
agua clara el grado alcohólico de las Fiestas?
Ya
no existen en Occidente motivos de reivindicación colectiva como
motor de cambio de la sociedad.
Como
ejemplo, valga el Orgullo. La comunidad Lbtgihjkmñopn x 2 pi r, no
tiene ofertas atractivas para su público fundamental, el gay.
Los
derechos colectivos ya están adquiridos y cada vez mejor
fundamentados. Sólo cabe avanzar individualmente, mejorando con
esfuerzo y tesón para lograr tener una vida mejor y, si cabe, algo
más feliz.
Pero
eso contradice el espíritu de las Fiestas, que es ramplón y
colectivo, de grandes rebaños de ñus azorados porque no saben
distinguir, como en el chiste, el tronco del árbol del cocodrilo al
acecho.
No
hay lucha siquiera por el poder festivo pues, como vengo repitiendo,
todo se diluye en un río de alcohol que nos lleva, de aquí para
allá, y de Atocha a Colón (recorrido de la manifestación).
Sólo
nos podrían salvar las carrozas del desfile en que se ha convertido
la marcha del Orgullo Gay.
Así,
retornando a mi persona, hoy podría, en lugar de haberme encerrado
en casa, haber salido a desayunar a mi lugar preferido, una
franquicia de tapas y raciones, en la que seguramente hubiera
encontrado instalada una gran carroza virtual con todos sus
componentes saludando a voz en cuello y risas histéricas, a la
concurrencia del local.
¡Líbreme
Baco! A quien haré sobrias libaciones un día -o una noche- de
estos.
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