La
rueda
¿Qué
podemos decir de la felicidad? ¿Y de la infelicidad? Probablemente
hablaríamos con más conocimiento de causa de la segunda que de la
primera.
La
forma de ser infelices, es receta tan conocida que obviaré aquí
desmenuzarla. Consiste ante todo en sentirse insatisfechos con lo que
se tiene, lo que oculta muchas veces una gran insatisfacción con lo
que se es.
En
efecto, andamos anclados en la posesión de bienes y recursos
materiales que, en las sociedades occidentales, no dejan de estar a
nuestro alcance en gran medida.
Son
considerados insuficientes por lo visto por muchos para colmar la
brecha que separaría su infelicidad personal de su felicidad.
Tenemos
a nuestro alcance y sin alargar demasiado la mano, agua, comida
suficiente y muchas veces abundante, cobijo y distracciones varias.
También,
si es necesario, podemos incluir el acceso a la cultura y a la
perfección de nuestras mentes.
Pero
esto último, no deja de ser en la mayor parte de los casos un
requerimiento no solicitado por la mayoría de las personas.
En
gran parte de los casos, y por supuesto, en todos aquellos que se
consideran infelices, lo que tenemos no basta, se dice, se necesita
más, se envidia el yate del rico o sus vacaciones en Samoa.
Entre
paréntesis, cuando el turismo de masas alcance a los últimos
reductos de ricos y famosos, es de esperar que no sea por efecto de
alguna revolución que haya abolido las élites económicas, sino
porque se haya descubierto otro sistema inalcanzable para las clases
medias, como los viajes espaciales o la inducción de paraísos
artificiales en estado de animación suspendida.
Esto
es indiscutible, para las clases medias occidentales, los ricos
siempre nos llevan la delantera.
Se
plantea una carrera de lo placentero, o al menos, se ha establecido
así en los últimos cien años, por lo menos.
Carrera
que se parece mucho a un correr sobre una cinta rodante, es decir,
sin moverse del sitio.
Si
las distancias relativas se mantienen, ¿habremos ganado algo con los
cambios en términos absolutos?
Digámoslo
claramente. Esta es una carrera que no se puede ganar, porque una de
sus reglas básicas es precisamente esta.
La
sociedad en su conjunto ha asumido la definición de lo que sea la
felicidad individual, y en consecuencia, la infelicidad.
Este
es un movimiento que se inicia con los pensadores ingleses del XVIII.
Y que tiene un hito fundamental en el derecho a la búsqueda de la
felicidad, plasmado en la Constitución americana.
Actualmente,
estamos dispuestos a dejar en manos de la sociedad, sea lo que sea lo
que entendamos por este término, la definición de nuestra
felicidad.
Eso
hace que, como conviene a una sociedad de consumo de masas, la
felicidad se posponga siempre ad calendas graecas.
Porque
es bien patente que si la felicidad fuese un producto de consumo
masivo, la rueda del consumo se detendría, o al menos no giraría
bien engrasada vertiginosamente, como ahora ocurre.
Por
contra la infelicidad sí es un producto de consumo masivo porque
precisamente es el acicate mayor para la rueda de la fortuna de cada
quien y de cada sociedad a escala mundial.
Pero
si dejamos a una instancia superior el logro básico de definir
nuestras aspiraciones y nuestras consiguientes frustraciones,
descentramos de nuestro ser la definición misma de lo que somos.
Y,
por tanto, pasamos a estar sempiternamente insatisfechos con lo que
somos.
La
paradoja de la prescripción de la felicidad es que esta no puede
venir de lo exterior.
Y
nos hemos convertido en exterioridad aún en nuestros niveles más
internos del ser, gracias a esta prescripción ilustrada.
Luego,
sólo podemos ser infelices, o no lo suficientemente felices, lo que
en nuestros tiempos, viene a ser lo mismo.
Porque
aspiramos a consumir la felicidad, lo que, como hemos visto antes, es
incompatible con el estado de la sociedad actual.
Consejo:
si aspiras a la felicidad, no fundamentes tus valores básicos en el
no-contentamiento. Dedícate a roturar tu parcela de modo que tu ser
se expanda hasta los límites de tus posesiones materiales y bienes
inmateriales como el amor o la compasión.
Y
sólo hasta ahí.
Este
consejo no convertirá a nadie en un revolucionario, ni siquiera en
un anti-sistema per se, sino en una persona más sana y adaptada a su
nicho ecológico y social. Es probable que, de poder seguirse este
consejo, la rueda del consumo aminoraría su velocidad de crucero,
sí, pero no se detendría necesariamente.
Y
salvaríamos los muebles y el bienestar propio.
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