domingo, 16 de julio de 2017

La situación no era tan desesperada como para recurrir a medidas de fortuna, como abrir las ventanas y dejar que corriera el aire, se decía Juan. Aquí resistimos bien atrincherados y pertrechados de armas como ventilador y, último recurso, aire acondicionado.

La sensación térmica era abochornante pero de alguna extraña manera, soportable. Juan descorrió las cortinas y vio el edificio frontero, de empaque y piedra, sin ofrecerle a la vista ningún punto de ruptura para que, cual casa Usher, alguna porción de cornisa se viniera abajo. Ya se sabe que la dilatación de los calores puede acarrear desgracias.

La desgracia era lo que más temía, y a eso se aferraba para sobrevivir civilizadamente. "La Razón es la continuidad de los números", como hierofante de sí mismo, Juan recitaba antiguos mantras que le ayudaban a salvar, si no los muebles, sí la diosa Razón. Y es importante que ésta no sea desahuciada, se dijo, sudoroso y abanicándose con un ejemplar de revista atrasada.

Se dio pronto cuenta de que en su país eran adictos al calor, pero esta adicción, a diferencia de otras, no requería de oscuridad y putrefacción, como para el cultivo del champiñón, se decía, sino de paramentos que le protegieran de la luz solar directa. Y en eso estaba Juan, acaso buscando la felicidad del momento oportuno, y a punto, a punto, de bajar las persianas.

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