El
aleteo
El
ritual de apareamiento del águila calva ha comenzado. Son los
preliminares de la secuencia y el macho está sacándole rendimiento
a su fina capa de grasa corporal que le permite empotrarse
grácilmente contra las defensas de su hembra.
Seguro
que son las cosas del querer, pero verde que te quiero verde...
Encontraron
unos polluelos junto a unos restos de huevos en el nido de la pareja
felizmente empotrada.
La
potencia de tiro no permite abrigar grandes esperanzas sobre la
suerte que corrieron, allá por las montañas.
¿Qué
hacer?
Enfangarse
en los bordes de la charca y hacer de tu capa un sayo...
Sólidos,
se agarran a la cadena trófica y empujan, empujan...
Sabias
decisiones les han conducido hasta aquí, por más que no vuelen,
todavía, no encontrarán la solución a sus cuitas sin perder
algunas plumas de su bello plumero.
Los
polluelos todavía, quizá, no lo saben, pero sus progenitores van a
tardar más de la cuenta en volver.
El
nido se ha quedado huérfano, habitado por las tiernas crías que
graznan con algo de estupor y un poco más de desespero.
¿Sabrán
los riesgos que corren, solas? ¿Se imaginarán por un momento los
peligros que las acechan?
Pero
pronto les sonreirá la suerte. Su madre aparece en lontananza con un
peso que promete entre sus garras.
Las
crías se salvaron, por esta vez. Pero que no haya corrido la sangre,
salvo la de la presa, no quiere decir que sus pruebas hayan
terminado.
Poco
a poco van desarrollando plumaje, musculatura y tonicidad en sus
extremidades. La vista se aguza y el olfato, también.
El
verano avanza y pronto llegarán los primeros fríos otoñales.
¿Quién
salvará a quién? Ese es el dilema cósmico que aletea sobre esta
breve historia de unas aves y sus crías, en agraz.
Conocer
el resultado, juego a tiempo parcial en todo caso, es cosa de interés
para los protagonistas, pero no tanto para nosotros, meros
observadores, a distancia y protegidos por toda una capa de irisada
civilización.
“Faites
vos jeux!”, sólo le faltó gritar al croupier de este gran juego.
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