martes, 24 de marzo de 2020

Algunas de las extremidades del pensamiento, animal de mil patas, son los signos de puntuación que tejen y destejen, como Penélope en su telar, el tráfico mental. Tráfico que, a veces, se convertiría en tráfago de no ser por sus servicios. 
Los signos de puntuación actúan solidaria y no individualmente. En conjunto, impiden que el pensamiento se condense en grumos inextricables o bien que desborde de límites preestablecidos. 
Parece que la escritura del latín clásico carecía de signos de puntuación. Pero en la Antigüedad, la individualidad y la conciencia del yo estaban mal definidas, eran todavía borrosas. Así, la conciencia de Roma era más colectiva que personal. Con lo que el pensamiento era sobre todo oral, de manifestación social, y la escritura era sólo un recordatorio, un mecanismo mnemónico, y de este modo, los signos gráficos no se relacionaban tanto entre sí, cuanto con la voz de su amo, el exterior social.
Sólo con la introspección y la conciencia de sí, de la que una señal externa es la lectura en silencio (a partir del siglo IV d. C.), llegaría la necesidad de un orden interno de las letras, con la consiguiente aparición de los signos de puntuación.

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