miércoles, 4 de marzo de 2020

De hace ya bastantes años. Dedicado a Javier Del Prado Biezma.
Recordando nombres de ciertos antepasados, el duque ascendía hacia el origen de su estirpe que procedía de un oscuro tronco común a toda la humanidad, los padres Adán y Eva en los que estaban emparentados todos los humanos. Naturalmente su linaje no alcanzaba tales antecedentes porque resultaría de poco valor genealógico confundirse con el conjunto de los mortales. Se detenía más bien en lejanos visigodos que ya conocían el valor del nombre propio. Pero pensó que tales ancestros tenían a su vez otros antecesores que no le daban tal aprecio y era gracias a ellos que se formaba el colchón de lo ignoto que daba vigencia de rancio honor a sus primeros antepasados reconocidos, nombrados, registrados por escrito. Así que la nobleza descansaba en la escritura que era una voz que nunca callaba; un grito constante a lo largo de los siglos le ennoblecía, en diálogo constante con otras tantas voces de la historia, que formaban el panteón de la nobleza toda. De este modo era un largo tejer y destejer oral el que le constituía y cada golpe de voz era un origen posible. Pero de entre las voces posibles, las musicales por su armonía tenían mayores posibilidades de dar origen a tan noble y armónica descendencia. Se dio cuenta de repente de que el sentido de su origen podía estar en el canturreo del pastor de noche junto a su rebaño o en la nana cantada por una mujer a su hija en la cuna. Y para evitar que se divulgase tamaño tesoro prohibió a toda su grey el canto. Al poco tiempo los rollos de papel de sus archivos amarillearon y empezaron a pulverizarse. Había perdido su origen, que era el nombre, al haber hecho callar la representación, pues el sentido es un círculo que va del nombre a la representación y viceversa.

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