jueves, 29 de agosto de 2019

En Francia, de Monarquía a Imperio y República porque me toca. A la caída de Luis Felipe I en 1848, se proclamó la II República Francesa que duraría poco más de dos años y a la cabeza de la cual se situó el llamado príncipe-presidente, o sea Luis Napoleón Bonaparte, sobrino de Napoleón I, y su heredero. 
Saltaba a la vista de todos que el príncipe-presidente, a la menor ocasión proclamaría el II Imperio, y así fue, de resultas de un golpe de Estado sobre el que disertó Marx en El 18 brumario de Luis Bonaparte, y en donde aparece la feliz frase de que la historia se repite, primero como tragedia y luego como farsa.
El ya emperador Napoleón llamado III, también para recordar al Napoleón II, aquel rey de Roma, hijo de Napoleón y de la archiduquesa María Luisa, que murió joven en Austria, el nuevo emperador, digo, se dedicó a fomentar las artes e industrias francesas con todo empeño, embarcado en un Régimen dictatorial o semi-dictatorial.
Recordar aquí el Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, de Maurice Joly, periodista y pensador de la época, que puso al descubierto no pocos de los resortes del poder del II Imperio.
Casó el emperador con una condesa, la de Montijo, matrimonio que sería morganático si no fuera por el escaso lustre de la heráldica de Napoleón III.
Viene a cuento la comparación con los reyes de Suecia de una época, en la que hacía poco se había instalado la dinastía Bernadotte, que no era otra que la surgida del mariscal de Napoleón, Bernadotte, que era hijo de carniceros, según me viene a la memoria. El prestigio de Napoleón I y por extensión de sus mariscales no se transmitía a su descendencia.
Napoleón III fue poco guerrero, sólo se metió en las guerras italianas de la Unificación, y consiguió algunos enclaves territoriales, entre ellos Niza.
Su desgracia fue entrar en guerra contra Prusia, en la guerra de 1870-71. El emperador fue hecho prisionero con todo su ejército.
Se cuenta que la emperatriz, al enterarse del desastre, se escondió unos días en las buhardillas de las Tullerías, pero al parecer, podía haber abierto las puertas de palacio y salido en carroza con toda pompa, que nadie se habría dignado mover un dedo en intentar detenerla. Eugenia acabaría sus días de nuevo en París, mucho después de la muerte del emperador, en un palacete particular, disfrutando de las jugosas rentas del canal de Suez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario